
Mis queridas almas lectoras, hay historias que parecen nacer envueltas en azahares, con vestidos blancos, valses solemnes y sonrisas juveniles. Pero basta un gesto irreflexivo —una patada dada al hueso equivocado, un reto mal pronunciado— para que la frontera entre los vivos y los muertos se quiebre como cristal.
Esta leyenda de Durango pertenece a ese linaje, al de los relatos que se narran a media luz, cuando los abuelos decían: “No molestes a los que ya descansan… porque algunos sí escuchan.”
Permítanme, pues, desdoblar ante ustedes esta historia triste y magnífica.
La boda
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que a finales del siglo XIX y Durango dormía en la paz porfiriana: calles polvosas, coches tirados por mulas, y familias acomodadas planeando fiestas que se comentaban de casa en casa. Entre ellas brillaba una: La boda de Verónica Herrera, muchacha de dieciocho años, hermosa como aurora fresca, prometida del caballeroso Ramón Leal del Campo, descendiente de linaje antiguo.
En su mansión de veinte cuartos, arquerías y patios amplios, se desvelaban decenas de mujeres recortando flores de papel blanco. Querían vestir la catedral como si hubiera sido construida de nieve. Todo era emoción, perfume, prisa y suspiros.
La novia era el centro del torbellino, obsesionada con cada detalle, con cada listón, con cada hilo de su traje nupcial confeccionado por la famosa costurera Belén Soto.
Y mientras las señoritas elegían telas de satín y raso, y sus madres disputaban sobre el menú del banquete, nadie imaginaba que el único invitado que no salía en las listas ya tenía un pie en este mundo.
El gesto imprudente
Tres días antes de la boda, como era costumbre en Día de Finados, Verónica y su familia visitaron el Panteón de Oriente. Allí, distraída por sus pensamientos nupciales, tropezó con una calavera expuesta sobre la tierra removida.
En lugar de apartarse con respeto, la muchacha sonrió, la tocó con el pie y dijo: —Te invito a mi boda… no faltes.
Los presentes rieron. Lo tomaron como una ocurrencia de juventud. Pero, ay, mis almas lectoras… en los cementerios nunca se habla en vano.
El extraño caballero
Llegó el 5 de noviembre. La iglesia brillaba. Verónica lucía tan blanca y radiante que parecía hecha de luz misma. Las notas de la marcha nupcial llenaron el templo. Fue entonces que lo vieron.
Un hombre delgado, pálido, vestido de negro. Su ropa estaba cubierta por un polvo blanco… demasiado blanco. Se arrodilló cerca de los novios, sin dirigir palabra a nadie. Su presencia despertó un silencio extraño, como si el aire recordara algo que los vivos habían olvidado.
Cuando terminó la misa, el desconocido se acercó, felicitó a los recién casados y, sin que nadie lo viera entrar, apareció más tarde entre los invitados en la fiesta.
El baile
Al iniciar el vals, los padres danzaron con los novios, y luego los amigos se turnaron para bailar con la hermosa Verónica. De pronto, la mano del extraño tomó la de ella.
—¿Me conoces? —preguntó.
Ella lo miró con atención, incómoda. No. No lo recordaba.
—Soy tu invitado especial —dijo él—. El que invitaste en el Panteón de Oriente… y me pediste que no faltara.
Y ante los ojos de todos… su figura humana comenzó a deshacerse. Lo que quedó fue un esqueleto erguido, todavía tomándola de la mano.
El despertar en el más allá
Verónica cayó al instante, fulminada por un paro cardiaco. El esqueleto desapareció tan misteriosamente como había llegado. La boda se transformó en duelo.
Las flores blancas parecían ahora mortaja. La música se apagó. Y el polvo blanco que cubría al extraño —que muchos juraron era cal del sepulcro— quedó grabado para siempre en la memoria familiar.
La novia que aún camina
Dicen las consejas que, desde entonces, por la calle Negrete, en el cruce con Zarco, a veces se ve pasar una figura vestida de novia. Camina despacio, como si buscara un vals que quedó inconcluso.
Y los abuelos aseguran:
—Es Verónica Herrera… todavía intentando casarse.
Ay, muchachos… uno no debe burlarse de los huesos. Yo, que ya soy puro hueso, se los digo con conocimiento de causa. Lo que se deja en un panteón, ahí debe quedarse. Pero a veces la juventud camina ligera y cree que la muerte no escucha.
Pero escucha siempre. Escucha mejor que nosotros.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla. Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de Aldama M.,
El Invitado del Más Allá, primera publicación 2014.