
Mis queridas almas lectoras, vengan conmigo esta noche. Caminen junto a este esqueleto que aún cruje cuando el viento del sur sopla desde los cerros, trayendo olor a cantera y a fogón antiguo. San Agustín de las Cuevas —hoy Tlalpan— duerme bajo lámparas eléctricas, mas si uno cierra los ojos, aún escucha el galope de mulitas y el golpeteo metálico del tranvía que cruzaba San Fernando.
Hay un callejón estrecho, casi tímido a la vista, donde alguna vez se besaron jóvenes atrevidos y donde después caminaron con miedo los más valientes. Porque en ese trazo de piedra a oscuras, se aparecía él.
El que no era hombre ni bestia. El que reía mientras el resto temblaba…
Y ahora, mis queridos, abra bien sus oídos.
El callejón de los amores y su transformación
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que en los tiempos en que Tlalpan todavía era pueblo independiente, existía el callejón de Las Fuentes, angosto como un susurro. Allí iban parejas a esconder besos, risas y secretos. Por eso, las comadres lo bautizaron con picardía como callejón de los cariños.
Pero el cariño dura poco cuando el miedo se muda a la misma dirección…
El diablo de zalea roja
Por 1911 comenzó el desorden. Una figura menuda, roja y burlona, con cuernos de carnero, una pata de chivo, otra de gallo, y una cola que azotaba como látigo, se hizo dueño del pasaje. El demonio no era callado —no, señor— le gustaba hacer reír al infierno provocando espantos, rasguños y tropiezos en los desvelados que creían caminar solos.
Y lo peor —dicen— es que el bribón era culto. Sí, culto y poeta.
Le daba por recitar a media noche versos como cuchillos:
«A veces las mujeres son como libros,
que por nuevos se compran y… están leídos.»
Imaginad la discusión que aquello sembraba entre novios, maridos y amantes. Risa para Luzbel. Tragedia para el resto.
Del tren de mulitas al tranvía eléctrico
El callejón desemboca en San Fernando, por donde pasaba el viejo tren de mulitas. Cuando llegó el tranvía eléctrico y el servicio nocturno se extendió, el demonio encontró nuevo público. Obreros, empleados, músicos y comerciantes que bajaban pasada la medianoche se convertían en presa fresca.
Uno corría sin aliento, otro perdía sombrero y honra, alguno despertaba con marca de cola en la espalda.
Nada fue igual. El callejón de los cariños moría.
Nacía el nombre que aún resuena con escalofrío: La Callejuela del Diablo.
Maldiciones, profecías y rezos
Cundió el rumor. Unos juraban que la finca Tesoreros arrastraba maldición antigua.
Otros —religiosos y temerosos— creyeron que el demonio era anuncio del fin del mundo del 31 de diciembre de 1950.
Y otros más lo tomaron como castigo por la decadencia moral del pueblo.
Los creyentes llenaron la parroquia de San Agustín con plegarias, agua bendita y promesas.
Pero el demonio se reía igual. Nada lo mandaba a su pozo ardiente.
La desaparición del diablillo
Y un día… simplemente se fue.
Década de los cincuenta.
Sin ruido. Sin despedida. Sin razón.
Más tarde, los viejos pensaron que el diablo vino y se marchó con el mismo tranvía que le daba clientela.
Quizá —decían entre copas— se aburrió al no encontrar ya quien pasara solo por la medianoche.
Tal vez buscó otra callejuela.
Tal vez ahora escucha este relato detrás de usted…
con su pata de gallo impaciente.
Comentario final del abuelo
—Mijo, ¿ves ese callejón? No importa que el diablo ya no aparezca. La memoria de la gente guarda lo que la luz del día no quiere ver.
Lo que camina una vez, puede volver.
Y Tlalpan aún tiene esquina para el miedo.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de Salvador Padilla Aguilar,
“Leyendas del viejo San Agustín de las Cuevas y cuentos para el atardecer”.