La tarde del día 22 de Julio de 1809,
el escribano Juan Fernando Domínguez, daba parte al señor presidente del honorable ayuntamiento, de la muerte de Doña María Barbará Josefa Dominga Vergara Hernández viuda de Don José Luis Frías, oriunda de la Ciudad de Querétaro e hija de Don Francisco Vergara y Doña Rosa Hernández; que bajo disposición testamentaria, nombraba al muy ilustre Ayuntamiento, como albacea para aplicar su caudal en beneficio público.
Poco se conoce de esta ilustre dama que no sea a través de lo contenido en su testamento, formulado en su hacienda de Nuestra Señora de la Buena Esperanza, ante el notario Domínguez y firmado el día 20 de Julio, dos días antes de su muerte, cuando contaba con sesenta y dos años de edad.
Su origen muy humilde, se manifiesta por relatos que la sitúan entre las familias más pobres de la ciudad, lo que ella confirma en las primeras líneas de su testamento, al encomendar su alma a Dios y agradecerle los beneficios otorgados; “porque ella junto con su marido, apenas contaban con un capital de ochenta pesos, cuando se casaron” y con el paso del tiempo, lograron acumular un gran capital, que comprendía tanto haciendas y ranchos, como la mencionada hacienda de nuestra señora de Buena Esperanza, las del el Blanco, Galeras, el Coyote, la Caja, Urecho, Viborillas, San Vicente y la Peñuela. Además de su bella residencia, la conocida “Casa de los Perros” en la calle del Desdén, hoy Allende sur.
El capital acumulado
por esta mujer viuda y sin familiares cercanos, se calculaba en más de un millón ochocientos mil pesos, cantidad que en ese tiempo la situaba como una de las personas más ricas de la nueva España, por lo que al morir Doña Josefa Vergara, se manda un “ocurso” al Rey y el ayuntamiento como su albacea, se hace cargo desde el mismo día de su fallecimiento, de la custodia de sus bienes. Trasladándose un oficial con un cuerpo de dragones para custodiar y resguardar de lo existente en su morada.
Se consignan en los inventarios, contenidos en el protocolo del notario Domínguez; documento en el que, además del testamento con la firma autógrafa de Doña Josefa Vergara, se da cuenta del manejo de sus bienes legados al pueblo, durante diez años, terminando con la última nota el día 10 de Noviembre de 1819. Documento invaluable para la historia mexicana, por marchar paralelamente a la gesta de la Independencia y que contiene las firmas originales de personajes; como el propio corregidor Don Miguel Domínguez, del Dr. Feliz Osores, del alférez real Pedro Antonio Septíen Montero y Austri; y otros más como la de don Antonio López de Ecala y un sin número de connotados personajes de nuestra historia, que dan fe de todos los movimientos y disposiciones de la difunta, en ocasiones ya no tan apegadas a la voluntad de la testadora.
Dentro de las indicaciones de la difunta, se encontraban desde asuntos domésticos y no por eso menos trascendentes, como la liberación de sus esclavas; esto un año antes que fuese abolida la esclavitud por Don Miguel Hidalgo y Gallaga como, legados para su servidumbre y para sus huérfanas. La entrega de productos en especie a los conventos de la ciudad y otros en Guanajuato. Así como la creación de un Hospicio para pobres y huérfanos, y también como para el pago para el alumbrado público de la ciudad; “para evitar el pecado”. Al igual que la creación de un Monte Pio, con indicaciones muy puntuales para la recepción de las prendas y para evitar que los prestamos fomentaran el vicio.
El pago de gendarmes
para la protección de las haciendas, por los alzados y rebeldes que con frecuencia las asaltaban. Limosnas para las monjas y sacerdotes de Querétaro y Guanajuato, y con toda claridad deja Doña Josefa Vergara estipulado “Que por ningún motivo sean vendidos sus bienes” cosa que no se respetó; ya que los malos manejos se han venido dando a través de toda la historia, del manejo de este muy rico legado. Interviniendo el propio presidente de la república don Antonio López de Santa Anna para obligar a la venta de la hacienda de la Esperanza a favor de Don Cayetano Rubio y ¡de ahí para adelante, se continuó justificándose en “Creemos interpretar la voluntad de la difunta” como escudo para muy malos negocios!
Era tan grande su riqueza, que en los inventarios realizados con mucha prontitud; para no ser omisos, se relata; que “en el buró de la difunta, existían doce mil quinientos cuarenta pesos y que en otro lugar de la Casa de los Perros, se localizaron, tres arcones conteniendo joyas diversas” (posiblemente se trataba de prendas, que garantizaban prestamos) y de estos se desconoció su destino, apareciendo solamente algunos anillos y aretes de brillantes y unos hilos de perlas. De lo de las joyas no se volvió a mencionar jamás.
Se tiene que pensar, que por su gran religiosidad, Doña Josefa Vergara, dispone, de que “El día de su muerte se manden celebrar, trescientas misas por el descanso de su alma, y que se pague un peso por cada misa” y después de este día, especifica las siguientes fechas en que se repetirán las misas para rogar por el descanso de su alma. ¿Existiría el temor de que algo le impidiese el descanso eterno? Por lo encontrado en su casa y por sus disposiciones finales de crear un “monte pio” pudiera pensarse, que este monte pio, ya venía funcionando desde mucho tiempo antes.
Doscientos tres años hace, de que un legado ha financiado, desde la construcción de trincheras en la ciudad amenazada por los insurgentes en 1810, las que fueron autorizadas por don Félix Osores. Son muchos años también, en que el legado sirvió de respaldo económico a las autoridades, para pagar servicios que a ellos les correspondían: como el pago de servicios municipales. La venta de Propiedades y compra de terrenos, o la construcción de casas para dedicarlas a los pobres, el pago de hospicios y refugios de mujeres solas, los prestamos al emperador Maximiliano durante el sitio, la construcción de la plaza de Toros Colon, el apoyo para la terminación del Teatro de Querétaro hoy Teatro de la República, y tantas otras acciones, en que con sus bienes se han realizado; algunas muy buenas, indiscutiblemente, pero otras muy poco claras.
Con un gran capital
bajo su cuidado, la viuda y sin descendencia, achacada por algunas enfermedades y con muchas preocupaciones, Doña Josefa Vergara dividía su tiempo entre su gran hacienda de la Esperanza, que producía como ninguna otra en la región y el otro tiempo, en su señorial residencia conocida como “La Casa de los Perros” propiedad construida por don Ignacio Mariano de las Casas, para hacer su propia habitación, lugar en donde Doña Josefa Vergara era acompañada por sus dos esclavas y su dama de compañía.
Por ser tan amplia esta casona, Doña Josefa dormía en las habitaciones que están frente al corredor de la entrada; y la servidumbre lo hacían en las piezas del fondo, para estar disponibles al llamado de la señora, que por sus males y sufrimientos, padecía también de la falta de sueño, permaneciendo despierta varias horas después de la media noche.
Los desvelos de Doña Josefa los compartía con su dama de compañía, mujer de toda su confianza y conocida de muchos años; amistad que se remontaba a su pobre infancia en que las dos se conocieron y que con el paso del tiempo, se tornó en una muy necesaria amistad, al apoyarse mutuamente para compartir sus pensamientos.
Una noche, con el desvelo que por tanto tiempo de presentarse, se podía decir que era normal; pasaban ya más de las doce de la noche; cuando en el silencio del Querétaro de aquel año de 1808 comenzaron a escucharse ruidos en la calle. Algo que a deshoras no resultaba normal y como estos ruidos iban en aumento, decidieron ir rumbo a las ventanas de la sala para indagar de qué se trataba.
Cruzando las amplias habitaciones, llegaron hasta la sala; la que a través de sus ventanas y con toda la seguridad de las solidas rejas, les daban la confianza para poder entreabrir los “postigos” de madera y recorriendo los “visillos” poder ver lo que ocurría e indagar de que se trataban esos ruidos, los que ya con seguridad sabían, que eran ocasionados por ruedas metálicas de carretas, transitando sobre el empedrado. Pero, ¿carretas a estas horas? Esto no resultaba nada bueno, ¿se trataría de otra incursión de los rebeldes? Era más que necesario enterarse de que se trataba.
Alumbradas por la pequeña lámpara de petróleo
, cruzaron la amplia estancia, evitando los muebles para no tropezar con ellos y silenciando sus pisadas en la alfombra, llegaron a una de las altas ventanas y antes de abrir la cortina que servía para ocultar el interior de la indiscretas miradas de los caminantes; apagaron la lamparita de petróleo, entreabrieron la ventana y dirigieron la vista al lugar de donde provenía el ruido, esto era, hacia el lado izquierdo, hacia el templo de San Agustín.
Comenzaba ya a pasar una misteriosa procesión, integrada por hombres y mujeres vestidos de negro; los hombres con sombrero amplio y las mujeres con un espeso velo cubriéndoles la cabeza y el rostro. Su paso era lento y se escuchaban las pisadas y el murmullo de las oraciones.
Después de los que encabezaban la procesión, venían unos clérigos con sus capas también negras y a sus lados caminaban otras personas, llevando velas, las que sus flamas parpadeantes escasamente iluminaban las siluetas, y tras los clérigos venían unos caballos jalando una carreta, a la que en sus cuatro costados, caminaban cuatro personas que sostenían los barrotes del palio. Y en la carreta; adornada con flores, reposaba el cuerpo inerte de un difunto.
Como se trataba de un acto religiosos,
que servía para una marcha fúnebre; a pesar de la hora en que esto ocurría, las dos mujeres ya confiadas, abrieron la mitad de la ventana y podían libremente contemplar la procesión y escuchar claramente los rezos de los dolientes, preguntándose ¿Quién sería el desdichado personaje difunto y por qué su capricho de tener un funeral nocturno?
Por dirigirse este cortejo con rumbo al sur, las dos mujeres; tanto Doña Josefa como su dama de compañía, estaban ciertas, de que marchaban con rumbo al panteón del Espíritu Santo y mientras comentaban de su extrañeza y su falta de conocimiento, al no saber quién era el difunto, el que por lo numeroso de sus acompañantes, por fuerza tenía que ser una persona importante y muy conocida, y con desconcierto las dos mujeres repasaban mentalmente, la lista de los posibles candidatos a morir, por su estado de salud.
En eso estaban, cuando a punto de pasar ya las últimas personas de la procesión; una de ellas; un hombre de luto y con sombrero negro, se desprendió del cortejo y acercándose a la ventana; les saluda amablemente y muy cortes les dijo “Estimadas señoras, disculpen mi atrevimiento y espero no causarles ninguna molestia; pero quisiera encargarles estos cirios, que por las labores que realizaré dentro de unos pocos minutos; ayudando a descender a su sepulcro al pobre difunto, los podría dañar o perder y no son míos, son una encomienda que me dieron unos de los que van en el cortejo; Si no tuvieran inconveniente, se los dejo y yo pasaré mañana a hora oportuna para recogerlos” .
Al no ver ningún inconveniente,
y tratándose de dos simples velas, Doña Josefa Vergara las tomó y se las pasó a su acompañante, indicándole; mientras cerraba la ventana; que las dejase en una de las mesitas de la sala, para que estuviesen accesibles, para entregarlas cuando su propietario las solicitase al día siguiente. Y después de esto, ambas mujeres se retiraron a sus habitaciones a dormir.
Trascurrió el resto de la noche y a las primeras horas, se iniciaron en la casa las cotidianas labores; las sirvientas cumplían sus funciones aseando, y preparando los alimentos para que cuando la señora lo solicitase, llevarle su desayuno a su cuarto, lo que generalmente se daba, alrededor de las diez y media de la mañana y todo esto se hacía procurando no hacer ruido, para no despertar a quien se sabía que dormía pocas horas por su falta de sueño.
¡Muy alterada, la dama de compañía, despertó a Doña Josefa! Y casi sin poder articular palabra; con apremio le decía ¡Venga, venga a ver lo que pasó, pero venga rápido para que usted lo vea, no lo va a poder creer! Persistiendo en su insistencia mientras la señora Josefa lograba apresurada ponerse algo abrigado, para evitar un enfriamiento, ya que la mañana era muy fría.
Caminando rápidamente,
la dama de compañía, seguida de Doña Josefa, llegaron a la sala, ya iluminada con la luz de media mañana y señalando a la mesa en donde la noche anterior, ella misma había dejado las dos grandes velas, decía ¡Mire, mire lo que pasó con las velas, nadie las a tocado y vea en que se trasformaron!
Sobre la mesa, ya no se encontraban la velas encargadas por el desconocido de la procesión y podría decirse que con toda seguridad, que su dueño ya no regresaría por ellas, porque inexplicablemente, las velas eran ahora ¡Un par de largos y blancos huesos; de los que los antiguos llamaban canillas, o huesos del antebrazo!
Contaban los abuelos, que este extraño acontecimiento fue muy conocido en toda la ciudad y que la gran impresión sufrida por doña Josefa Vergara, agravó sus padecimientos, sin poderse recuperar, lo que fue el motivo de su fallecimiento y agregaban: “Era una muy buena mujer; que en gloria de Dios esté”.