¡Qué diferencia entre antaño y ogaño!
Antes, cuando la religión no había huido desterrada por la duda, y cuando la fe hacía tantas maravillas, la Semana Mayor era distinta a la de ahora.
Los buenos de nuestros abuelos habían ayunado y comido de viernes toda la Cuaresma; no habían dejado de asistir a las pláticas y sermones de los más famosos predicadores de su época; y confesados y tranquilos se preparaban para las fiestas.
¡Sólo de pensarlo sentían cierto placer! Irían a la Seña y a las Tinieblas, el miércoles santo; al Lavatorio y a los Monumentos, el jueves; a las Tres Horas y al Pésame, el viernes, y el sábado a la Gloria y a ver quemar los judas; ceremonias que se celebraban entonces con mucha pompa y un poquito de más recogimiento del que hoy se acostumbra.
La ciudad presentaba otro aspecto; parecía que se alegraba y que se entristecía : que se alegraba, por la multitud de puestos de aguas frescas que se improvisaban en las esquinas, por el ruido infernal de las matracas, por la infinidad de gente que asistía a los templos con la mayor devoción ; y que se entristecía, por los velos que cubrían los altares, por las campanas que no se tocaban, por los coches y carretones que no salían, por los rezos que se escuchaban no sólo en las iglesias, sino en las calles, por los rostros demacrados por la vigilia y la penitencia, y por el desfile lento, pausado, de las procesiones, que pasaban bajo un sol ardiente y canicular, y en medio del silencio sólo interrumpido por el mercader que anunciaba : dos rosquillas y un mamón., ó por la incitante voz de la chiera, que invitaba a refrescarse con sus lindas aguas, servidas en jícaras o en vasos, bajo la sombra de su puesto de ramas y de flores.
Entonces, como ahora
los sastres y las costureras salían de mal año. Todos estrenaban, todos vestían de luto el viernes santo, y los que no lo hacían exhumaban viejos trajes, maravillosamente conservados a costa de la vainilla ó del alcanfor, en el ropero de caoba o en el baúl chapeteado con clavos de latón.
El jueves santo, después del toque de la gloria, las carnicerías y tocinerías cerraban sus puertas. El Virrey o el Oidor decano, en la época colonial, y el Presidente o el Gobernador, durante la República, asistían a los oficios que sé verificaban en Catedral con toda pompa, y una vez concluidos la autoridad recogía la llave del tabernáculo.
Pero entre todas aquellas ceremonias, las más notables y dignas de recuerdo por haber sido abolidas, fueron las procesiones; las procesiones a las que asistía tanta gente, que apenas podía caber en las calles, en los balcones y en las azoteas.
Durante la época virreinal y aun muchos años después, comenzaban desde el domingo de Ramos.
» Este día -dice la Gaceta de 1722- con la gravedad y solemnidad con que en todo se esmera esta metropolitana iglesia, celebró la bendición y procesión de las palmas, a que asistió el E. Sr. Virer, y esta nobilísima ciudad, con numeroso concurso. Predicó el Illmo. y Rmo. Sr. M. D. Fr. José Lanciego y Eguilaz, su arzobispo, y a la tarde se hizo la Seña con el estandarte de la Cruz (como el día antes a las vísperas).»
El lunes santo
salía en procesión la imagen de Santa María de la Redonda; el martes, la de Nuestra. Señora del Socorro, del convento de religiosos franciscanos de San Juan de la Penitencia, y el miércoles por la mañana, del de San Juan de Dios, la del tránsito de Nuestra Señora, «adornada a todo costo y primor su hermosísima imagen, en una rica urna de cristal y plata, que acompañó la religiosísima comunidad de este hospital y copioso número de personas con cilicios, los rostros cubiertos y cruces en los hombros, de las que componen esta devota cofradía ; aunque no salieron los ángeles que otros años sacaban, ricamente aderezados con los atributos de su gran Reina.»
El jueves santo salían varias procesiones. En el del año de 1609, nos refiere Torquemada, que salió de la capilla de San José de los Naturales una procesión «con más de veinte mil indios en todos, y más de tres mil penitentes, porque se juntan allí los de las cuatro cabeceras, y de allí salen azotándose, con doscientas diez y nueve insignias de Cristos y otras de su pasión.»
Las más notables de este día
eran las de la iglesia de la Santísima, que sacaba la archicofradía de San Pedro, y la de Santa Catarina. He aquí como nos describe Castorena y Ursúa las del año de 1722.
«El abad de San Pedro — dice — primicerio de la archicofradía de la Sma. Trinidad, hizo en su iglesia el Lavatorio a doce pobres, con asistencia de sus guardianes, dando a cada uno doblón de limosna (habiéndoles servido antes una decente comida), y a las cuatro de la tarde salió de este templo la costosa procesión con diez pasos muy devotos, que acompañaron como mil hombres, vestidos los más de túnicas encarnadas y con los escudos de plata (insignia de esta archicofradía), con hachas en las manos, y el paso del príncipe de los Apóstoles, Señor San Pedro, que acompañó su venerable congregación con su crucero, y más de doscientos sacerdotes que presidía su abad. Esta noche como a las ocho, salió de la Parroquia de Santa Catalina Mártir la lucida procesión de la Preciosa Sangre de Cristo, con crecido número de hachones de cera en cada paso de los muchos que sacó, con todos los Profetas mayores y menores, y las sibilas ricamente aderezadas, con los instrumentos de la Pasión, y en tarjas bien escritas las palabras de sus vaticinios.»
El viernes santo salía entre otras, del convento de San Francisco, la de las Tres Caídas de Jesús Nazareno, » devotísima por la grande edificación con que pasea las principales calles de esta corte, acompañando la religión y tercero Orden, haciendo en memoria de las Tres Caídas del Señor muchas genuflexiones y diversas penitencias…
Pero la más solemne y suntuosa procesión del viernes santo, era la que salía, desde el año de 1582, del Convento Imperial de Santo Domingo, y que sacaba la antigua archicofradía del «Descendimiento y Sepulcro de Christo.»
Cerca del medio día
comenzaba la ceremonia en dicho tiempo, donde se levantaba un tablado a la altura del altar mayor, en el cual se ponían tres cruces, que representaban el Calvario, y en la del centro a un Cristo de goznes, que después del sermón predicado al efecto, era bajado por varios sacerdotes con la mayor solemnidad.
Á continuación y en la tarde, se organizaba la comitiva. Primero iba un carrito de luto, con una cruz en medio, a cuya base se encontraba postrada la Muerte, colgando de sus brazos un rótulo en el que por un lado se leía; Ubiest mors victoria sua? y por el otro: Ero mors tua a mors. Acompañaban a este carro, tres individuos enlutados, tocando de cuando en cuando tres grandes trompetas destempladas; los seguían otros tres individuos con estandartes de tafetán negro, de los cuales el del centro portaba el guion de la procesión; caminaban después, a diez pasos de distancia y alumbrados por otros con cirios, todos los que llevaban las diferentes insignias de la Pasión, en fuentes de plata cubiertas de velos negros ; detrás caminaban tres reyes de armas con los símbolos de la Pasión bordados de oro en fondo negro, y cuatro sacerdotes con los mazos reales al hombro, vestidos con capas negras y cetros de plata.
Aquí hacían coro los religiosos de Santo Domingo, y en hombros de cuatro sacerdotes venía el cuerpo del Señor, «en unas andas cubiertas de un paño vistoso de terciopelo negro bordado, sobre el cual asienta la sábana;» en seguida el guion con las armas reales de Cristo, e inmediatamente la Virgen de la Soledad y los disciplinantes azotándose. En toda la procesión caminaban sólo dos pasos, en medio San Pedro, con los ojos muy llorosos y las manos enclavijadas, «que representan el pésame de la negación y de la muerte de su Divino Maestro,» y al último venía la Magdalena «con las lágrimas en los ojos y el bote del ungüento.»
Repartidos, caminaban varios religiosos explicando con brevedad las insignias y los pasos de la procesión, y ésta hacía diferentes postas, una en la Catedral, otra en frente de San Francisco, de donde salían a recibirla sesenta hombres con cirios blancos, y se depositaba la urna en un túmulo construido en medio de la calle, mientras se predicaba un sermón; otra posta en la Santa Veracruz, y por último se verificaba la ceremonia del entierro en la iglesia del Convento de la Concepción. Allí se elevaba una tumba blanca y oro, se recibía al santo entierro con música, se predicaba otro sermón, y hasta el domingo era de nuevo trasladado el cuerpo de Cristo a Santo Domingo.
Con el transcurso de los años
se introdujeron varias reformas, en esta procesión solemne. Los que llevaban las insignias eran ángeles que sacaban los hermanos de las cofradías de artesanos, vestidos «con crecidas lobas negras, y los ángeles adornados pulida y ricamente de joyas, piedras preciosas, plata y oro.» He aquí, por ‘curiosidad, los que salieron en 1728.
«El farol que dio Su Santidad al duque de Milán: lleva el primer ángel.
Los treinta dineros, que dio al príncipe de Taranto: lleva el ángel segundo.
El velo del escarnio, que dio al rey de Bohemia: lleva el tercer ángel.
Los dados, que al duque de Calabria: lleva el cuarto ángel.
Los juncos o ramales, que al rey de Portugal: lleva el quinto ángel.
La lanza que al rey de Aragón: lleva el sexto ángel.
La esponja que al rey de Escocia: lleva el sétimo ángel.
La túnica inconsútil, que dio al Delfín: lleva el octavo.
La columna, que al rey de Castilla lleva el nono ángel.
La corona, que al rey de Francia: lleva el décimo.
Las cadenas que al rey de Navarra: lleva el undécimo.
La escala, que al rey de Chipre: lleva el duodécimo ángel.
los tres clavos que al rey de Inglaterra: lleva el décimo tercio.
La caña, que al duque de Bretaña: lleva el décimo cuarto ángel.
La soga, que al rey de Polonia: lleva el ángel décimo quinto.
El martillo, que al rey de Hungría: lleva el ángel décimo sexto.
El título, que le quedó a Su Santidad: lleva el décimo sétimo.
Y la cruz, que dio al Emperador: lleva el último ángel.»
En 1585
en que se hallaban en México cuatro obispos, con motivo del III Concilio Mexicano, llevaron el cuerpo de Cristo en hombros, los Ilmos. Sres. Dr. D. Diego Romano, Obispo de la Puebla; D. Fr. Juan de Medina y Rincón, Agustino, Obispo de Michoacán; D. ‘Fr. Domingo de Arzola, Dominico, Obispo de Guadalajara, y D. Fr. Gómez Fernández de Córdoba, Jerónimo, Obispo de Guatemala.
En 1722, la urna en que se conducía el cuerpo del Santo Cristo fue «de plata, cristal y concha carey,» y la acompañaron, además de todos los que acostumbraban salir, los religiosos de Santo Domingo, descalzos una compañía de infantería del Palacio, con su capitán y cabos respectivos, y trescientos comerciantes con bujías, que iban con las-imágenes de la Soledad y de San Juan.
El sábado de gloria asistían a los oficios de la Catedral, el Virrey, la Audiencia y el Ayuntamiento, y el domingo de pascua, muy de madrugada, salía la procesión más alegre y pintoresca.
La mañana de resurrección
-dice Torquemada, refiriéndose a la del año de 1609- salió la procesión de San José, con doscientas treinta andas de imágenes de Nuestro Señor y de nuestra Señora y de otros santos, todas doradas y muy vistosas. Iban en ella las andas de todas cuatro cabeceras, por particular mandamiento del rey y de los que en su nombre mandan, reconociendo a esta capilla siempre por madre y primera, y aunque ha habido y hay casi cada año encuentros en orden a esto, no prevalecen los contrarios. Van todos con mucho orden y concierto, y con velas de cera en sus manos, y otro innumerable gentío que también le acompaña con velas. Van ordenados por sus barrios, según la superioridad o inferioridad que unos a otros se reconocen, conforme a sus antiguas costumbres. La cera toda es blanca como un armiño, y como ellos y ellas (los indios y las indias) van también vestidos de blanco y muy limpios, y es el amanecer o poco antes, es una de las vistosas y solemnes procesiones de la cristiandad, y así decía el virrey Don Martin Enríquez, que era una de las cosas más de ver que en su vida había visto, y todos los que la ven dicen lo mismo. Llevan tantas flores y rosas las andas y los cofrades en las manos y cabezas, hechas guirnaldas, que por sólo este acto se pudo llamar esta pascua de flores. Va por una calle a la iglesia mayor donde la reciben con repique de campanas y ministros y cruz, y vuelve por otra a la capilla, donde luego se canta la misa, con todo aquel acompañamiento dé gente.»
Con las leyes de Reforma concluyeron aquellas procesiones, encanto y devoción de nuestros abuelos y aun de nuestros padres.
Muchos las recuerdan con cierta tristeza, como cosas pasadas que rejuvenecen y transportan a los felices años de la niñez; otros aplauden que hayan terminado, y nosotros solamente las hemos descrito, como unas de tantas costumbres que se fueron, y que sin duda no volverán.