Si el recuerdo es oportuno
y van en su cuenta acertado,
era en el siglo pasado,
el año de treinta y uno.
Ya de fijo no hay ninguno
que conserve en la memoria
esta fantástica historia
que a referir paso yo,
y que un fraile me contó,
a quien Dios tenga en su gloria.
Envuelta en la oscuridad,
México triste dormía,
ni un rumor interrumpía
la calma de la ciudad.
La fúnebre soledad
de sus calles causa espanto,
sólo brilla de algún santo
la lámpara amarillenta,
y en las torres amedrenta
la lechuza con su canto.
Ni por la plaza desierta
cruza la ronda embozada,
ni una trova enamorada
a los vecinos despierta;
no cruje en ninguna puerta
El gozne ni el aldabón,
tan sólo la vibración
triste se escucha y lejana,
de la fúnebre campana,
de la Santa Inquisición.
Envuelto en un manto oscuro,
como la sombra de pisa,
camina un fraile de prisa,
aunque con paso inseguro,
va recitando un conjuro,
que debe ser buen cristiano;
lleva el rosario en la mano,
sobre su pecho la cruz…
y bien calado el capuz,
que es muy noche y es anciano.
Próximo a doblar la esquina
un hombre le estorba el paso,
y el fraile, sin hacer caso,
toma la acera vecina…
Pero mientras más camina
más cerca el otro le sigue,
y dejarle no consigue,
ni en ligereza le vence,
hasta que al fin se convence
de que el hombre le persigue.
Ya con natural temor
vuelve el rostro a cada instante
y encuentra el torvo semblante
del tenaz perseguidor;
siente al fin ese valor
última expresión del miedo,
se detiene, y con denuedo,
sin más testigo que Dios,
frente a frente están los dos
allá en la calle de Olmedo.
-¿Qué me quieres?, ¿qué misterio
te arrastra detrás de mi?
-Que está haciendo falta aquí,
señor, vuestro ministerio.
-Es muy tarde, el monasterio
dista mucho, estoy cansado.
-Padre, Dios me ha deparado
este encuentro, no os asombre
si no me seguís, un hombre
puede morir en pecado.
-Buscad otro. -Ya no es hora,
y es grave el mal que le aqueja:
ved, padre, que Dios no deja
sin auxilios al que implora;
alma que sus culpas llora,
¿Dejaréis sola partir?
Y el hombre se acercó a abrir
una puerta… el fraile entró
miedo causa referir.
En un cuarto en que no había
más entrada que una puerta,
y alumbrado por la incierta
luz de una triste bujía,
a una mujer que yacía
sobre un lecho sollozando,
el fraile miró temblando…
Y oyó a aquel hombre exclamar
-Ésa habéis de confesar,
padre, que está agonizando.
Trémulo acercóse al lecho
y vio una mujer hermosa
triste, pálida, llorosa,
desnudo el turgente pecho;
atados con nudo estrecho,
tejido de toscos lazos,
los blancos desnudos brazos;
mal envuelta su hermosura
en la rica vestidura,
aunque nueva, hecha pedazos.
El fraile quiso inquirir
y el otro con rudo acento
dijo: -Cumplid al momento,
nada os tengo que decir,
debe por fuerza morir
esa mujer, tal sentencia
os explica mi presencia.
De mí depende su suerte,
y habré de darle la muerte
lavéis o no su conciencia.
Triste el fraile se inclinó
sobre aquel lecho y es fama
que lo que dijo la dama
ningún mortal descubrió;
largo tiempo así pasó
hasta que el otro, impaciente,
exclama al fin, bruscamente:
-Dad misión por cumplida,
que está sobrando la vida
a esa mujer delincuente.
Y hacia la puerta, sañudo,
arrastra al fraile de un hombro,
y sin cuidar de su asombro
le arroja de un golpe rudo
en la calle; absorto y mudo
solo el fraile se encontró,
y tras la puerta escuchó,
como de un antro salido,
un estridente gemido
que sus entrañas heló.
Vuelve, empuja, llama, implora,
se desespera, se agita,
mira al cielo, reza, grita,
cae de rodillas y llora.
Queda así más de una hora,
en tan terrible agonía;
hasta que con faz sombría
se levanta y se santigua
porque su pena amortigua
la primera luz del día.
Como un hombre que despierto,
tras largo sueño espantoso,
dudando queda, medroso,
si está vivo o está muerto,
con profundo desconcierto
camina tan velozmente,
que al encontrarle la gente,
y al ver su extraña mirada,
huye, diciendo espantada:
-¡Pobre padre!, ¡está demente!
¿A dónde va? No lo sabe;
quizá ni el convento busca,
que su voluntad ofusca,
pena fiera y duda grave.
Ya el corazón no le cabe
en el pecho de dolor…
si denuncia es delator,
pero si sella su boca,
sacrílego se coloca
entre Dios y el matador.
En esa duda cruel
busca con trémula mano
su rosario, pero en vano,
que no lleva con él,
quedó cual testigo fiel
de aquella escena sangrienta;
esto su terror aumenta
y medita acongojado
que si calla, habrá dejado
un cómplice en cada cuenta.
Ya no vacila, decide
poner a luz la verdad;
de santa comunidad,
limpio el honor se lo pide.
La virtud manda que olvide,
mas la prenda por que llora
puede ser, en mala hora
y de un juez en la presencia,
de su nombre y su inocencia
terrible calumniadora.
Sigue con pena tan honda
más sereno y más despacio,
y en el puente de palacio
halla de vuelta una ronda.
Sin que el alcalde responda
su saludo, se adelanta,
le quiere hablar, mas es tanta
su turbación que, con mengua,
siente rebelde la lengua
anudarse en su garganta.
Como algo grave barrunta
de tal encuentro el alcalde,
juzga experto que es en balde
hacer alguna pregunta.
El fraile las manos junta
con aflicción infinita,
la negra historia recita,
y confuso y trastornado,
de la ronda acompañado
vuelve a la casa maldita.
¡Aquí!, dice, y con la mano
trémula indica la puerta,
aquí dentro están la muerta
y el matador inhumano.
El alcalde llama en vano;
del pueblo confusa grey
mira gente de la ley,
y oye que grita aquel hombre:
-Abrid esta puerta en nombre
de la justicia del rey.
Acude la gente en masa,
se abren puertas y balcones
y mujeres y varones
salen a ver lo que pasa.
-Nadie vive en esa casa,
dice humilde una mujer,
aquí me tocó nacer,
yo nunca de aquí me aparto
y lo juro, en ese cuarto
a nadie he llegado a ver.
Redoblando la atención
el alcalde, su mirada
fija en la puerta cerrada
con creciente admiración.
Del carcomido armazón,
sobre la tosca estructura,
con polvosa y oscura
tela, de formas extrañas,
han cubierto las arañas
la oxidada cerradura.
La gente contempla muda
al alcalde vacilante,
en cuyo adusto semblante
se está pintando la duda.
-¡No hay que dudar, con voz ruda
el fraile grita, aquí fue!
Aquí la noche confesé,
en nombre de Dios lo digo;
abrid, y será testigo
el rosario que olvidé.
Crece con esto el rumor
que se extiende poco a poco,
todos dicen: -Está loco,
no hacerle caso es mejor.
El alcalde, previsor,
con el puño de la espada
rompe la vieja y gastada
cerradura, que cediendo,
abre la puerta gimiendo
y da a al justicia entrada.
Hallan un antro vacío
que miedo y pavor inspira,
donde sólo se respira
un ambiente húmedo y frío.
Hacia el rincón más sombrío
el fraile extiende la mano:
su juramento no es vano,
con asombro extraordinario
miran todos un rosario
sobre un esqueleto humano.
Y advierten los alguaciles
que en aquellos huesos queda,
algo de un traje de seda
y de arreos femeniles.
En los dorados perfiles
de aquel traje recamado,
tal huella el tiempo ha dejado
que nadie duda un momento
que de aquel crimen sangriento
muchos años han pasado.
¡Muchos años!, lo revela
el cráneo seco, amarillo,
del cual opacan el brillo
las arañas con su tela.
El fraile su rostro vela,
siente la razón perdida,
y con voz estremecida
grita, al fin, con hondo espanto:
-He confesado, Dios santo,
un alma de la otra vida!
El alcalde consternado
acércase al religioso
que en funerario reposo
yace en la tierra postrado:
toca su rostro, está helado,
toca su mano, está yerta,
y la gente por la puerta
huye espantada diciendo:
-¡El fraile esta muerto,
dicen que confeso a una muerta!