
Cuando la luna asoma su rostro pálido entre las ramas susurrantes y el viento brinca travieso entre sauces y copales, parece que el mundo despierta de su letargo. En noches así, mis queridas almas lectoras, historias viejas como la tierra se reavivan —relatos que los abuelos susurraban al calor de una vela, con el crujir de la madera y el leve eco del agua lejano.
Hoy, en esta negra noche, les traigo una de esas antiguas historias: la de una alberca que nació en la boca de un volcán dormido; un lugar de belleza y vértigo, de culto y horror… un remanso donde lo sagrado y lo profano se entrelazaron. Les hablo de la Alberca de los Espinos, en Villa Jiménez, Michoacán.
Villa Jiménez y su cráter encantado
Villa Jiménez es un pueblo sencillo, humilde, detenido en el tiempo. Su cabecera es tranquila, sin plaza bulliciosa ni faroles modernos: las casas se asientan como si aún vivieran a fines del siglo XIX, y los comercios cierran en bloque desde media tarde hasta que el sol declina.
A pocos minutos del pueblo se alza un volcán dormido —una mole pétrea, testigo del pasado geológico de Michoacán— cuyas faldas resguardan un tesoro: en su cráter reposa un lago azul-verdoso rodeado de sauces, copales, nogalillos, colorines y capulines; y custodiado por animales silvestres: zorros, tlacuaches, aves y ese aire de quietud misteriosa propio de los sitios antiguos.
Ese lago —la Alberca de los Espinos (también llamada Alberca de Santa Teresa)— forma parte de un Área Natural Protegida de 142 hectáreas, desde 2003. A más de mil novecientos metros sobre el nivel del mar, el agua linda, profunda —cerca de 29 metros según mediciones científicas— brilla con ese tono que parece contener secretos.
Y sin embargo, bajo la belleza pacífica de sus aguas, late una leyenda antigua…
Culto al agua y devoción pagana
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman, antes de que llegaran los extraños con cruz en mano, ese lago no era solo espejo de cielo y ramas: era un sitio sagrado. Se decía que la deidad acuática Tiripeme Curicaueri moraba en esas aguas.
Allí acudían las mujeres del pueblo —purépechas de antiguo linaje— para bañarse, lavar sus ropas, para rendir tributo al agua que daba vida, quizá implorar lluvias o fertilidad.
Conquista, fe nueva… y enojo oculto
Pero vino la conquista, vinieron los frailes, y la paz del lago se turbó. Al imponerse la nueva fe, al bautizar masas de antiguos devotos, algo cambió en la Alberca. Algunos mayores cuentan que Tiripeme, ofendido, se transformó en un demonio de cuernos y furia.
Cada vez que las mujeres acudían como antes, el agua se agitaba, se formaban remolinos feroces, olas que lamían las paredes del cráter, arrastrando a quienes acudían. Las que huían contaban que, al voltear, veían una cabeza roja, horrenda, con cuernos enormes, carcajadas que retumbaban más fuerte que el trueno, risas de ultratumba que helaban la sangre. Muchas jamás volvieron.
El bautismo
Asustados, los purépechas acudieron al clérigo Fray Jacobo Daciano, misionero danés enviado por el rey en la Nueva España. Con voz firme y corazón compasivo, prometió liberar al agua de su maldición. El 15 de octubre de 1550, subió al cerro, con la cruz en alto, junto a toda la comunidad expectante.
Vertió agua bendita sobre las aguas verdosas. Entonces, se abrió un remolino monstruoso, un viento atronador, y de entre las aguas emergió el demonio —espantado, maldiciendo— para huir por siempre. En voz alta proclama Fray Jacobo: “¡Yo te bautizo con el nombre de Santa Teresa!” Y desde ese día, el lago llevaría ese nombre, y las aguas quedarían limpias del mal.
Fiesta, agua calma…
La comunidad decidió recordar esa fecha con una celebración cada 15 de octubre. Desde entonces, la Alberca de los Espinos también es llamada Alberca de Santa Teresa.
La leyenda dice que, aunque las aguas recobraron su calma, en las noches sin luna aún puede escucharse un susurro entre sauces, o una risa distante si vienes solo. Por ello muchos evitan nadar en la oscuridad.
La realidad geográfica del sitio lo hace verdaderamente especial: un lago en el cráter de un volcán inactivo, con profundidad cercana a los 29 metros y altitud por encima de los 1 980 msnm; un cuerpo de agua que cambia de color según la estación, tornándose verde o azul cuando el plancton y los minerales lo permiten.
El sitio fue declarado Área Natural Protegida precisamente por su valor ecológico: flora de sauces, copales, nogalillos, colorines; fauna silvestre: venados, zorros, tlacuaches, aves; y su relevancia como regulador del microclima y captador de agua.
Pero mis queridas almas lectoras, la ciencia puede medir la profundidad, registrar minerales, citar decretos… pero no puede silenciar esos ecos del pasado —las voces que recuerdan lo sucedido — ni desvanecer por completo el miedo que guarda un agua bautizada con tormento.
Así es este país nuestro, lleno de bellezas que parecen salidas de un sueño… pero también habitado por sombras antiguas, por terrores envueltos en brisa y agua. La Alberca de los Espinos es prueba: un lugar que invita a la contemplación, al descanso, al deleite, pero cuyas aguas guardan un recuerdo oscuro, un grito de mujeres, una furia de dioses reemplazados por cruces.
Que ninguno venga con ligereza, mis queridas almas —que al llegar, salute con respeto al lago, al volcán, a las aguas… y si llegan de noche, recuerden que no están solos.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la tradición oral y compilación histórica de Los Espinos / Villa Jiménez
fuentes diversas.