
Mis queridas almas lectoras, cuando uno camina por las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México, entre las piedras centenarias que han visto pasar virreyes, insurgentes, monjas, estudiantes y enamorados, es inevitable sentir que algo —o alguien— observa desde la penumbra. Nada allí está realmente solo: cada muro carga un recuerdo, cada arco conserva un suspiro, cada sombra protege un secreto.
Y si hay un sitio donde esos secretos murmuran con más fuerza, es el antiguo Colegio de San Ildefonso.
Porque ahí, justo donde hoy resuena la vida estudiantil, hubo un tiempo en que una tragedia marcó para siempre el corredor que todos conocen como: El Callejón de la Puñalada.
Acompáñenme, que esta es historia de amores contrariados, de celos enfermizos… y de un filo que nunca deja de sangrar.
Los muros que guardan memorias
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que bajo la luz pálida de la luna, los arcos del viejo colegio laten como si conservaran dentro las voces de generaciones.
Y es que no faltan quienes aseguran haber visto, desde uno de los balcones del segundo piso, una sombra enlutada avanzar lentamente hacia un antiguo pasadizo hoy clausurado. Un pasadizo que, desde hace más de un siglo, lleva un nombre que hiela la sangre.
La hermandad rota
En aquellos tiempos de solemnidad y disciplina, llegaron al colegio dos jóvenes de Nueva Galicia: Mendo y Ramiro Olivares, hermanos de sangre pero opuestos como la noche y el día.
Ramiro: alegre, músico, sociable, encantador.
Mendo: huraño, reservado, rígido como figura tallada en obsidiana.
Los muchachos, aunque compartían cuarto, apenas compartían palabra. Eran distintos en todo… salvo en un secreto que les embriagaba el alma:
Ambos amaban a la misma mujer. La bella Elvira Anzures del Prado, luz y tormento de sus mocedades.
Ella, con la malicia inocente que a veces acompaña a la juventud, jugó sin saberlo con las emociones de los dos, halagando al simpático Ramiro y humillando al áspero Mendo. Ese fue el principio del fin.
La noche en que la sangre habló
Una noche, ya acostados ambos en su cuarto del estrecho pasadizo que los estudiantes llamaban el ángulo maldito, comenzaron a hablar de sus vidas futuras, de sus aspiraciones, de los caminos que tomarían.
Hasta que Ramiro, sin poder contenerlo más, confesó:
—Me caso, hermano.
Y Mendo sintió cómo el alma se le quebraba.
Discutieron. Se insultaron. Se buscaron culpa tras culpa como perros ciegos de celos. Palabras subidas de tono, frases que queman… hasta que la cordura se hizo humo.
Mendo —dicen los viejos— tenía un puñal escondido.
Un puñal que guardaba como quien guarda un pensamiento oscuro.
En un acceso de rabia, lo tomó y lo clavó en el pecho de Ramiro.
Un solo golpe… uno solo.
Y todo se volvió silencio.
Lo que vino después
Las crónicas no coinciden: unos dicen que Mendo enloqueció, otros que fue llevado al cadalso, otros —los más supersticiosos— que simplemente desapareció entre los muros, como si la tierra del viejo colegio se lo hubiera tragado por no poder cargar su pecado.
Pero lo que sí todos repiten es que el pasadizo donde Ramiro cayó muerto quedó maldito.
Desde entonces, el lugar se conoce como El Callejón de la Puñalada. Y pocos se atreven a cruzarlo cuando la noche cae.
El espectro del fratricida
Dicen algunos estudiantes que, si uno camina por ahí en la hora más silenciosa, se alcanza a oír un quejido tenue, como un lamento que busca perdón.
Otros aseguran ver un bulto oscuro avanzar lentamente, arrastrando los pies, como si repitiera una eternidad de pasos.
Una figura que recuerda a Caín, condenado a vagar el mundo por la sangre de su hermano.
El Callejón, desde aquella noche, nunca volvió a dormir tranquilo.
Ah, mis queridas almas lectoras… qué cosa tan frágil es el corazón humano.
Puede sostener el amor más puro y, al mismo tiempo, la sombra más profunda.
Y cuando los celos lo ensucian, no hay oración, ni estudio, ni disciplina que lo salve.
Los muros de San Ildefonso lo aprendieron bien.
Y desde entonces, lo susurran a quien quiera escucharlo.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de Juan de Dios Peza,
“Leyendas de las calles de Méjico”