
Mis queridas almas lectoras, cuando el viento sopla desde los llanos y las campanas callan en la madrugada, las sombras parecen tener ojos. En esos silencios, los abuelos contaban de una mujer de rostro amable y sonrisa de miel, que ocultaba bajo su piel la marca del infierno.
Era la llamada Bruja de la Leche, y su historia se derrama por las páginas del México antiguo como un hilo blanco… teñido de pecado.
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que en un poblado de la Nueva España vivía una hermosa mujer llegada del viejo continente. Tenía la gracia del saludo fácil, el andar sereno y la dulzura en los labios. Ningún adulto tenía queja alguna de ella; al contrario, todos la consideraban un ejemplo de bondad. Pero los niños… ah, los niños lloraban al verla. Y los recién nacidos gritaban con una angustia que solo la inocencia puede sentir ante el mal.
De día, la mujer tejía y ofrecía consejos a las madres. De noche, su casa quedaba en penumbra, y un resplandor extraño se escapaba por las rendijas de las puertas.
Cuentan que..
Llegada la media noche, la dama se despojaba de su piel y se convertía en una bola de fuego. Volaba sobre los tejados y se colaba por las rendijas, buscando a los recién nacidos. Su alimento era su sangre tibia… su sustento, el miedo de los padres.
Una tras otra, las familias despertaban ante cunas vacías, o ante pequeños cuerpos sin vida y con el pecho helado. Los rumores crecieron como hiedra, y el nombre de la mujer comenzó a murmurar en las esquinas: bruja, decían unos; enviada del demonio, otros.
Pero no fue sino hasta que una pareja, guiada por el llanto de su hijo, la vio con sus propios ojos, que el pueblo entero se alzó. A través de la ventana, aquella madre vio una esfera de fuego transformarse en la mujer que todos conocían: la amable española, de rostro encantador, pero sin pies, flotando en el aire y con el semblante torcido por la maldad.
La Inquisición fue llamada…
Los inquisidores tardaron en llegar, y mientras tanto los aldeanos cercaron la casa. Ella, hambrienta, se debilitaba sin la sangre que la sostenía. En su desesperación, tomó una daga y la clavó en la pared, invocando a su señor infernal para que le concediera sustento. Entonces —dicen— la piedra sangró leche, y las vacas del pueblo quedaron secas como hueso.
Cuando al fin llegaron los hombres del Santo Oficio, la bruja se declaró inocente, pero su mirada la traicionaba: los niños se ocultaban detrás de las sotanas, temblando.
Fue condenada a morir en la hoguera, lejos del pueblo, donde el humo no alcanzara a los vivos. Y mientras las llamas subían, juró que volvería en las noches donde los niños lloran sin razón, para beber de la leche que la había maldito.
Desde entonces, las madres cuelgan tijeras en cruz sobre las puertas y ventanas, para que el filo del hierro impida el paso del fuego.
Muchos juran que aún hoy, cuando una vaca deja de dar leche o un bebé llora sin causa, la vieja bruja ronda cerca.
Dicen que si la noche huele a humo y leche agria, no hay que salir ni mirar al cielo… porque entre las estrellas puede verse una chispa que no es estrella, y lleva el rostro de una mujer que alguna vez sonrió demasiado.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla. Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de Julián Domínguez
Del libro “Leyendas de México Colonial», segunda edición.