
Mis queridas almas lectoras, permítanme llevarles esta noche a las viejas casonas queretanas, donde los corredores olían a tierra húmeda, las cocinas guardaban el calor de los fogones y las esquinas parecían susurrar. En aquellos años de finales del siglo XIX, cuando la luz de las velas aún marcaba el ritmo del hogar, un pequeño ejército de traviesos invisibles hacía de las suyas sin pudor ni permiso.
Y no, no hablo de niños malcriados… sino de seres diminutos, inquietos y burlones, capaces de trastocar el orden doméstico con una facilidad que todavía hoy eriza la piel.
Los Duendes
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que por aquellos años andaban sueltos por los barrios queretanos espíritus pequeños y juguetones, a los que todos llamaban duendes. No eran malignos, pero ¡ah, qué manera de fastidiar!
Eran conocidos por entrar a las casas como si fueran propias y soltar travesuras dignas de un niño sin supervisión. Las ancianas, apenas amanecía, se saludaban con naturalidad: —¿Cómo le fue con los duendes? Y de ahí se soltaba el rosario de desgracias caseras.
Las primeras travesuras
Algunas vecinas juraban que la tinaja de agua se volteaba sola, empapando la cocina como si una tormenta hubiera pasado por ahí. Otras se quejaban de que, cuando la sopa ya estaba lista, aparecía adentro un buen puñado de tierra fresca. Y había quienes aseguraban que repetidas veces la vela se apagaba sin viento alguno, mientras en los cuartos se escuchaban risitas agudas, tal como las de un niño pequeño.
Otras más, con el rostro desencajado al recordar, señalaban que los duendes sacaban al bebé de la cuna o jalaban la rueca sin que mano humana se acercara. No faltaba quien afirmara escucharlos hablar con voz infantil: suave… pero burlona.
Cambiar de casa no servía de nada
Cuando un vecino, cansado de tanta burla espectral, se mudaba a otro barrio, creía haber encontrado la paz. Pero apenas se instalaba, y al recordar que había dejado un objeto en la casa vieja, escuchaba desde lo alto la vocecita del duende: —¡Aquí lo traigo! Y del techo caía, sin mano visible, el objeto olvidado.
A veces cambiar de domicilio funcionaba, pero en ocasiones no había escapatoria: los duendes seguían al dueño como si hubieran hecho un pacto.
Ni sacerdotes ni maldiciones podían con ellos
Se intentaron conjuros, rezos, bendiciones y regaños de viejas lenguaraces. Nada funcionaba. Los duendes parecían envalentonarse con cada intento, y sus travesuras se volvían todavía más creativas. La gente, resignada, aprendió a vivir con ellos… como quien aprende a convivir con la lluvia o con el calor.
Su origen es un misterio. También su desaparición. Solo se sabe que estuvieron ahí —un hecho aceptado por ancianos, vecinos y hasta autores de renombre— y que un día, como llegaron, se esfumaron.
La Ceja: travesuras nuevas
Pero la historia no terminó en aquellos tiempos remotos. Hace apenas unos años —y esto lo registro como fiel cronista— en el rancho La Ceja, perteneciente a la Hacienda de Bravo, se vivieron hechos muy semejantes. Las cazuelas se volteaban, los trastes se rompían solos, las piedras salían volando sin mano que las lanzara, y hasta la ropa desaparecía para reaparecer en lugares insólitos.
La familia del rancho, ya acostumbrada, lo tomaba a broma. Los curiosos iban por docenas para ser testigos, pues los duendes hacían sus travesuras a plena luz del día. El Padre Ordoñez, vicario de Huimilpan, fue dos veces a conjurar a estos espíritus. No logró nada. Y mientras rezaba, las ollas cruzaban el aire cerca de él como proyectiles invisibles.
Eventualmente, desaparecieron… mudándose, como era su costumbre, a otras casas del vecindario. Y así, aun en el “siglo de las luces”, seguimos sin comprender a estos viejos habitantes de la sombra.
Mis almas lectoras, uno pensaría que en tiempos modernos ya no creeríamos en estos seres, pero quien ha escuchado pasos diminutos en la noche, o quien ha visto caer un objeto sin razón, sabe que no todo se explica con ciencia.
Los duendes fueron parte viva del Querétaro antiguo… y quizá, solo quizá, aún hay alguno escondido entre las tejas, esperando que usted le dé tema para travesuras nuevas.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de Valentín Frías
“Leyendas y Tradiciones Queretanas”, 1896.