
Mis queridas almas lectoras, acerquémonos un momento al grisáceo y polvoriento sendero del tiempo. Imaginemos el Monterrey de finales del siglo XIX, cuando las noches se cerraban temprano, las farolas eran pocas y el silencio pesaba más que las palabras.
En la calle Padre Raymundo Jardón, dentro del antiguo Barrio Antiguo, se alzaba una casona de muros gruesos y puertas severas. Hoy, en su lugar, se levanta un edificio de gobierno, pulcro y funcional. Pero bajo ese cemento —dicen— quedó atrapada una historia que ni la modernidad logró sepultar.
Una placa discreta colocada en el exterior recuerda la leyenda de la Mujer Emparedada, una historia de celos, castigo y culpa que todavía camina cuando la ciudad baja la guardia.
Un matrimonio de puertas cerradas
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que en aquella casona vivía un matrimonio de buena posición.
Él, hombre recio, orgulloso de su nombre y de su autoridad. Ella, mujer discreta, de pasos suaves y mirada baja, más habituada al silencio que a la contradicción.
Al principio, la convivencia parecía correcta, incluso respetable. Pero con los años, el trato se volvió áspero. No había golpes visibles, pero sí vigilancia constante, preguntas innecesarias y silencios impuestos. La casa dejó de ser hogar y comenzó a sentirse como encierro.
El rumor que envenenó la casa
Bastó un rumor. Una palabra dicha a destiempo, una sospecha sin pruebas o quizá un miedo nacido únicamente en la mente del esposo.
Jamás hubo testigos ni confesión. Ella juró su inocencia una y otra vez, con voz temblorosa y manos juntas. Pidió hablar con un sacerdote, con la familia, con quien fuera. Pero en aquellos tiempos, mis queridas almas lectoras, la duda del hombre era sentencia suficiente.
El castigo sellado en ladrillos
Una noche sin luna, sin jueces y sin testigos, el esposo decidió castigarla.
En una vieja alacena profunda, destinada a guardar alimentos, la obligó a entrar. Con piedra, lodo y manos endurecidas por la rabia, fue sellando el espacio, ignorando los ruegos, los golpes desesperados y los sollozos que se apagaban entre los muros.
Allí murió lentamente, emparedada en vida, sin aire, sin luz y sin perdón.
El silencio que comenzó a caminar
Tras el castigo, la casa nunca volvió a ser la misma. Durante días —quizá semanas— se escucharon crujidos nocturnos. Luego, un silencio espeso que ni el esposo pudo soportar.
Tiempo después, albañiles que realizaron trabajos en la casona encontraron restos humanos emparedados, vestidos con ropas elegantes, como si la mujer hubiese esperado un baile que jamás llegó.
La dama que sale aunque todo esté cerrado
La mujer no descansó. En noches sin luna, su figura aparece saliendo por el portón principal, aun cuando este permanece cerrado. Camina sin rumbo fijo por las calles del Barrio Antiguo, con vestido antiguo y paso lento.
No grita. No ataca. Solo camina. Y quienes la han visto aseguran que su presencia deja un frío hondo, una tristeza tan pesada que obliga a bajar la mirada.
El castigo del esposo
Pero la leyenda no termina ahí, mis queridas almas lectoras. El esposo tampoco escapó al castigo. El insomnio lo fue consumiendo, la culpa lo volvió paranoico. Decían que hablaba con los muros, que pedía perdón a la pared donde la emparedó.
Algunos aseguran que una noche salió corriendo, perseguido por algo que nadie más vio, y jamás regresó. Otros dicen que murió solo, con el rostro torcido por el terror. Lo único cierto es que no hubo absolución.
La Casa que Sigue en Pie
Contrario a lo que muchos creen, la casona no desapareció del todo. El tiempo la modificó, la rodeó de modernidad y la obligó a cambiar de rostro, pero sus muros más antiguos siguen allí, cargando el peso de lo ocurrido. Quienes han trabajado en ella o han pasado largas horas en su interior aseguran que hay espacios donde el aire se vuelve denso, donde el silencio pesa más de lo normal y donde los pasos resuenan aun cuando nadie camina.
Hay puertas que se cierran solas, rincones que siempre están fríos y paredes que parecen guardar algo que no quiere ser nombrado. Dicen que en ciertas noches, cuando el barrio calla y la ciudad baja la guardia, se escucha un roce leve, como de tela antigua arrastrándose por el suelo, y que una sombra femenina cruza los pasillos sin reflejarse en los espejos.
Mis queridas almas lectoras, si alguna noche caminan por el Barrio Antiguo y sienten que alguien los observa sin verse, no corran. Puede ser solo la Mujer Emparedada, recordándole al mundo que hubo tiempos donde el honor mal entendido valía más que una vida.
Ella no busca venganza. Solo que no se olvide lo que le hicieron.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Este texto es una versión creada por El Cronista Garbancero
a partir de la leyenda popular.