
Mis queridas almas lectoras en Puebla, con sus callejones empedrados y su aire de eternidad, guarda en el barrio de Analco un secreto que ni el tiempo ha podido borrar. Entre el murmullo de las hojas y el tañer lejano de las campanas, aún se habla de una noche trágica en la que un hombre de espada limpia y corazón apresurado marcó el destino de un rincón entero.
Hay quienes aseguran que, al cruzar aquel pasaje entre la 3 y 5 Oriente, si el reloj marca las tres y el aire huele a tormenta, una presencia invisible acompaña los pasos del desprevenido.
Era el año de 1785
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que, cuando el reloj de la antigua Puebla apenas tocaba las tres de la madrugada. Doña Juliana Domínguez, esposa del acaudalado don Anastasio Priego, se retorcía en dolores de parto dentro del mesón familiar. El señor, con el nervio y la urgencia de un marido desesperado, tomó su capa, su espada y su lámpara de aceite para ir por la partera, doña Simonita.
La noche caía sobre la ciudad con una tormenta furiosa. El agua golpeaba las tejas como si el cielo quisiera desgarrarlas, y las calles estaban desiertas. Nadie sensato caminaba esas horas, menos por los rumbos del antiguo panteón de Analco.
Don Anastasio, hombre de armas y orgullo, rechazó compañía. Iba solo, alumbrando apenas un par de pasos delante de sí. Fue entonces cuando una sombra se le atravesó.
—¡El oro o la vida! —rugió un desconocido, apuntándole al pecho con su espada.
Pero el destino suele responder con filo a quien amenaza con él. Don Anastasio, diestro en la esgrima, apenas si dudó: dio un giro veloz, cruzó el aire con un destello de acero y hundió la hoja en el corazón del ladrón.
El cuerpo cayó sin un grito.
Con el apremio de salvar a su esposa, el hombre siguió su camino. Llegó a la casa de la partera, relató lo sucedido y ambos regresaron por un rumbo distinto, cruzando el puente de Ovando.
Esa misma noche, el mesón se llenó de llantos y vida: nacieron gemelos. La alegría cubrió la tragedia, aunque no por mucho tiempo.
El callejón y su alma penante
Ya con la madrugada rendida, don Anastasio acompañó a la partera de vuelta a su casa, quizá por cortesía… o para cerciorarse del cadáver. Y allí estaba: el cuerpo del asaltante rodeado de curiosos que rezaban. Desde ese momento, la calle de Illescas fue bautizada como “el Callejón del Muerto.”
Desde entonces, los vecinos juraban ver al difunto rondar por las sombras, sobre todo en noches húmedas, cuando el aire olía a pólvora y aceite de lámpara. Su espectro, decían, caminaba sin rumbo, buscando algo que no podía nombrar.
El miedo se apoderó del vecindario, y un buen hombre, don Marcelino Yllescas, mandó a celebrar misas por su descanso. Pareció que el alma seguía inquieta, pues un día de agosto un hombre se presentó en el atrio del templo de Analco y tomó del brazo al padre Panchito.
—Padre… confiese a este pecador —rogó, con la voz quebrada por siglos de lamento.
El sacerdote accedió. Entraron al confesionario y la iglesia quedó en silencio. Cuando el sacristán volvió, ni el padre ni el hombre estaban ahí.
El perdón del muerto
A la mañana siguiente, el padre Panchito no acudió a misa. Al buscarlo, lo hallaron enfermo de tifus, casi sin aliento. Antes de morir, confesó haber dado la absolución a un alma que llevaba largo tiempo en pena.
—Dios le permitió venir —susurró con su último hálito—. Y cuando lo perdoné… desapareció ante mis ojos.
Dicen que el padre murió de espanto, y desde entonces el muerto no volvió a aparecer. El callejón, sin embargo, conservó su nombre como una cicatriz del pasado: El Callejón del Muerto.
Hay muertos que no buscan venganza, sino perdón. Que los vivos deberíamos temer menos al alma errante y más a la culpa que la retiene.
Y si alguna vez andan por Analco de noche, mis muchachos, no le teman al silencio. Tal vez lo que escuchan no es amenaza… sino un lamento aliviado.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra “Leyendas y relatos de Puebla” —recogida en YoSoyPuebla.com, edición digital, 2023.