
Mis queridas almas lectoras, dicen que cuando las campanas repican lento y el aire huele a cera y flor de cempasúchil, los difuntos salen del silencio para visitar las casas que un día fueron suyas. En cada rincón de México se honra su regreso con rezos, tamales y veladoras. Pero también hay quienes dudan, quienes piensan que las ánimas no vuelven.
En San Luis Potosí, se cuenta la historia de un hombre que lo desafió… y terminó aprendiendo la verdad en carne propia.
Leyenda
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que hubo una vez un hombre incrédulo, trabajador y terco como una mula de campo. En vísperas del Día de Todos Santos, mientras su esposa preparaba el altar familiar, él bufó con desdén y dijo:
—¡Pamplinas! Las ánimas no regresan, son cuentos para espantar muchachos.
Sin embargo, por costumbre más que por fe, colocó una jícara de enchiladas en el altar, recordando a su difunto padre que solía comer ramas tiernas de wax. Luego se fue a trabajar, decidido a pasar el día sin rezos ni velas.
El sol apenas asomaba cuando el hombre se internó en el campo. Trabajó hasta que el aire comenzó a espesarse con el olor del copal que venía de los pueblos. Fue entonces cuando escuchó voces, risas y canciones a lo lejos.
Por el camino avanzaba una procesión insólita: hombres y mujeres cargando canastas de tamales, cántaros de atole y racimos de plátanos. Algunos llevaban mazorcas, otros flores frescas. Reían, cantaban, danzaban como si celebraran una fiesta invisible.
El hombre los miró con desconcierto, pues no reconocía a ninguno. Pero al observar con más atención, un escalofrío le recorrió la espalda: entre aquella multitud vio rostros de antaño, gente muerta hacía años. Y al final del grupo, caminaban sus propios padres.
Su padre llevaba sobre el hombro una rama de wax tierno; su madre, en equilibrio sobre la cabeza, una jícara de enchiladas cubiertas con un paño blanco.
Entonces comprendió.
Corrió tras ellos, gritando con voz quebrada:
—¡Papá! ¡Mamá! ¡Dispénsenme! No creía que volvían… pero ahora lo veo, ¡esperen!
El anciano apenas giró el rostro y respondió con una calma que dolía:
—Ya es tarde, hijo. Nosotros debemos irnos. Pero si de veras quieres dejarme mi ofrenda, hazla esta noche. Mañana, antes de la misa, te esperaré en el portal de la iglesia.
Y se desvanecieron entre el humo de las velas y el murmullo del camino.
Avergonzado y conmovido, el hombre volvió a su casa. Mató un puerco, preparó tamales, coció pollos, encendió velas y levantó un altar digno de sus muertos. Mientras su esposa acomodaba las flores, él, agotado, se recostó un momento.
—Cuando estén cocidos los tamales, avísame —le dijo—, iremos a llevar la ofrenda.
La mujer asintió. Pero cuando fue a despertarlo, lo halló inmóvil, sin aliento, con una paz que no era de este mundo.
Dicen que esa noche, antes del amanecer, las velas del altar se encendieron solas. Y en el portal de la iglesia, algunos juran haber visto dos sombras esperándolo.
Los viejos decimos que el Día de Todos Santos no se hizo para dudar, sino para recordar. Los difuntos siempre vuelven, aunque sea una última vez, a cumplir lo que los vivos no alcanzaron.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social.
Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de Amparo Sevilla
Cinco leyendas en torno al Día de Muertos.