
Mis queridas almas lectoras en las tierras húmedas y fértiles de la Huasteca, donde el viento se cuela entre los cafetales y los caminos de lodo guardan secretos antiguos, las almas no se olvidan de regresar cada dos de noviembre. Las familias, entre copal, tamales y aguardiente, preparan la bienvenida para los que ya partieron.
Pero cuentan los viejos que hubo un hombre que no creyó en esas cosas. Un hombre que decidió trabajar mientras los demás rezaban y ofrendaban. No sabía que, al despreciar a sus muertos, también despreciaba su propio destino.
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que en un poblado de San Luis Potosí vivía un campesino terco y trabajador, de manos curtidas y mirada dura. Su pensamiento era simple: cada día debía aprovecharse para la labor, y perderlo entre flores y velas era cosa de flojos.
Así que, cuando llegó el Día de Difuntos, mientras las casas se llenaban de aromas de copal y maíz cocido, él se fue al campo con su machete al hombro.
El sol apenas se levantaba cuando el hombre comenzó a trabajar, removiendo la tierra húmeda. Pero de pronto, un murmullo extraño le hizo detenerse. Era una voz que salía del monte, suave y lejana, que decía:
—Hijo… hijo… quiero comer unos tamales…
El hombre se quedó helado. Miró a todos lados y no vio a nadie. Pensó que el cansancio le estaba jugando una mala pasada. Pero las voces regresaron, más claras, más familiares.
Esta vez escuchó su nombre, dicho por una voz que conocía demasiado bien. Era la de su padre… y luego, una tras otra, las de sus difuntos, llamándolo con ternura y reclamo.
El miedo lo recorrió como un viento helado. Comprendió entonces que había cometido un grave error.
Soltó su azadón y corrió de regreso a casa. Con el rostro desencajado le ordenó a su esposa que encendiera velas, matara guajolotes y preparara tamales.
Ella, asustada, se apuró a cumplir el mandato, mientras el hombre, agotado por el susto y la carrera, se tendió sobre su petate a descansar “un ratito”.
Cuando la comida estuvo lista, la mujer fue a despertarlo para que acompañara el rezo… pero ya no respiraba. El hombre había muerto, silencioso, con el rostro vuelto hacia el altar que nunca alcanzó a ver.
Dicen que, esa noche, el aire en la casa olía a tierra fresca y a copal. Y que entre el humo de las velas se escucharon risas bajas, como de visita agradecida.
“Así pasa, mis nietos,” dicen los abuelos junto al fogón. “El muerto no pide mucho… sólo que lo recuerden. Que se le prenda su vela, se le ponga su tamalito y su traguito. Porque el que olvida a sus muertos… acaba yéndose con ellos.”
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social.
Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de Amparo Sevilla
Cinco leyendas en torno al Día de Muertos.