
Mis queridas almas lectoras, en los años setenta, Monterrey era una mezcla vibrante de modernidad y polvo norteño. Las montañas cercanas arrojaban sombras largas al atardecer, y las colonias nuevas se abrían paso entre terrenos aún vírgenes.
Fue precisamente en uno de esos terrenos baldíos donde comenzó a levantarse una estructura peculiar: un conjunto de cilindros de concreto unidos por rampas internas. Una forma extraña, casi antinatural. Y aunque el proyecto nació del amor de un padre hacia su hija, terminó envuelto en muerte, locura y un oscuro rumor que los habitantes del Contry La Silla aún repiten en voz baja.
A continuación, les relataré la historia como llegó a mis oídos, mezclada entre susurros y documentos viejos, pero siempre manteniendo ese tono que nos recuerda que la frontera entre lo real y lo legendario es más frágil de lo que parece…
El proyecto de un padre amoroso
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que en la década de los setenta un hombre llegó a Monterrey acompañado únicamente de su hija, una pequeña sin movilidad en las piernas. Se decía que venían huyendo de un pasado doloroso, aunque nadie sabía con certeza de dónde.
El padre, decidido a darle una vida digna y libre, encargó a un ingeniero una casa especial, una donde su niña pudiera desplazarse sin barreras.
El arquitecto propuso algo nunca antes visto: —Una casa tubular —dijo—, con rampas internas que conecten cada piso. Que pueda moverse sin depender de nadie. Ventanales grandes para que vea el cielo.
La idea encantó al hombre. Y así, entre vigas, concreto y un sueño noble… comenzó a erigirse la estructura que después sería sinónimo de muerte.
El ambiente turbio de la obra
Los trabajadores contaban que al caer la tarde, las sombras dentro de los tubos parecían moverse solas. Desaparecían herramientas.
Se escuchaban pasos donde no había nadie. Y más de uno aseguraba sentir que algo los observaba desde los pisos superiores.
Al principio se culpaban entre ellos. Hasta que la primera desgracia ocurrió.
La muerte de Alberto, el abstemio
Después de una comida de reconciliación llena de alcohol, solo tres albañiles llegaron temprano al día siguiente. Alberto —el único que no había bebido— subió a trabajar a los niveles superiores.
Minutos después, sus compañeros escucharon un grito desgarrador. Un grito que, decían, ni el viento de la sierra pudo deshacer.
Cuando lo encontraron, yacía en el piso de concreto. Los ojos muy abiertos, como si hubiese visto una figura imposible.
Un segundo muerto y un mensaje escalofriante
Los accidentes no cesaron. Otro albañil cayó desde una ventana y, agonizando, murmuró:
—No quiere que estemos aquí…
Los rumores crecieron. Se decía que la estructura estaba “viva”, o peor aún… habitada.
Muchos renunciaron. Pero el padre, ilusionado todavía con su proyecto, decidió mostrarle la futura casa a su hija.
La fuerza que empujó a la niña
Aquí las versiones cambian… pero todas coinciden en lo esencial. Los vecinos comentan que la niña, en su silla de ruedas, fue “empujada” por una fuerza invisible. Otros afirman que la silla avanzó sola, subiendo las rampas, sin que nadie la tocara.
El padre escuchó el golpe. Ese golpe que solo el destino puede preparar para destruir un corazón. La encontró sin vida.
Dicen que su grito retumbó por los tubos huecos como un lamento eterno.
El descenso del padre a la locura
Desde aquel día, el hombre regresaba cada noche, ebrio, a encerrarse entre los tubos.
Se decía que hablaba con su hija. Que discutía con alguien más. Que lloraba. Que reía.
Hasta que una mañana lo encontraron muerto.
Algunos dicen que se quitó la vida. Otros que la casa lo reclamó.
Cuarenta años de tragedias
Abandonada, gris y circular como un laberinto sin alma, la Casa de los Tubos se convirtió en un imán para curiosos, espiritistas y suicidas. Los vecinos afirmaban que se escuchaban lamentos.
Sombras que subían las rampas. Figuras que se asomaban por los ventanales.
Turistas venían a Monterrey solo para verla. Hubo quienes aseguraron ver a una niña en silla de ruedas asomándose al vacío. Otros vieron un albañil sin rostro. Algunos, algo peor: una criatura demoníaca que se arrastraba por los muros internos.
Finalmente, en 2016, la comprar para concluir la construcción del edificio.
Pero quienes entienden de estos asuntos —incluido este viejo esqueleto que les narra— saben bien que lo que se modifica es solo el cascarón. La presencia permanece.
Mis queridas almas lectoras, las casas llevan memoria. Y cuando la memoria está hecha de dolor, tragedia y despedidas abruptas… los muros se quedan impregnados.
Hay construcciones que jamás fueron hogar. Hay lugares que rechazan a los vivos. La Casa de los Tubos fue una de ellas.
Y si alguna vez pasean por la colonia donde estuvo, deténganse un momento. Escuchen. A veces, dicen, todavía se oye el rechinar de una silla de ruedas subiendo por rampas que ya no existen.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Versión creada por Proyecto La Garbancera
a partir de la leyenda popular