
Mis queridas almas lectoras, las noches del norte tienen un silencio distinto. No es la calma… es esa pausa que antecede a lo inexplicable. En los llanos que se extienden entre Torreón y Guadalupe Victoria, más allá del murmullo del viento, hay historias que no necesitan vela para ponerse a temblar. Y una de ellas se enciende —literalmente— en mitad del camino: una luz amarilla flotante que corta la oscuridad como si el mismo pasado la empujara a seguir buscando.
Esta es la historia de esa lámpara, de la mujer que la sostiene desde el más allá, y del amor que se volvió locura entre los tiempos de la Revolución.
Acomódense. La noche es larga… y la luz se acerca.
El camino y la luz
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que por los caminos nocturnos hacia Guadalupe Victoria, cuando el reloj marca la media noche y el sueño pesa en los ojos, una luz amarilla cruza la carretera sin aviso. No se oye motor, paso ni ruido. Solo aparece… como si alguien colgara una lámpara de petróleo en el viento.
Tres viajeros —José García Sandoval, Miguel Enríquez Martínez y José Cruz Ontiveros— vivieron aquella aparición una noche tibia de mayo. Viajaban a toda velocidad cuando la luz se les plantó frente al cofre del automóvil, obligándolos a frenar como si la muerte misma trajera prisa. Dieron un alarido, pegaron los ojos al cristal… y allí estaba: suspendida, moviéndose lento, apenas a un metro del suelo.
José Cruz, el más viejo, solo murmuró:
—No se asusten… es la lámpara de doña Margarita.
La mujer de la hacienda y su esposo de plata
Doña Margarita del Río era la orgullosa heredera de la Hacienda de Santa Catalina del Álamo. Sus antepasados pertenecieron a los Condes del Álamo, y de ellos heredó tierras tan grandes que alcanzaban desde Mapimí hasta Durango; junto a baúles de joyas finas, diamantes y monedas de oro.
Se casó con don Antonio, su administrador. Ella lo quería con el alma… él no tanto. Vestía como charro adinerado, gastaba a manos llenas y tenía la negra costumbre de quemar billetes para encender cigarros. Pero lo peor no era eso, sino lo que escondía tras la sonrisa y el brillo de los botones plateados.
La madrugada del tesoro
Cuando la Revolución comenzó a acercarse, don Antonio decidió “proteger” los seis cajones de monedas de oro y el otro más lleno de joyas. Cargó el tesoro a un carro de cuatro ruedas y partió hacia el Cerro de Santiago antes del amanecer, guiado solo por las estrellas.
Prometió volver pronto. No volvió nunca.
Doña Margarita aguardó un día, luego dos, luego semanas enteras que se hicieron eternas. Subía al techo a mirar el horizonte, recorría la hacienda con las manos en la boca, murmurando el nombre de su esposo como si lo llamara desde un sueño. La soledad y la incertidumbre la quebraron. Poco dormía, poco comía… y cada noche encendía una lámpara para salir a buscarlo por las veredas.
Las caminatas de la desesperación
La vieron pasar incontables noches con la linterna en alto, en la vereda que va de Santa Catalina al Cerro de Santiago. Caminaba sin rumbo, guiada solo por la angustia. Sus pasos se gastaron, sus manos temblaron, y su juicio fue el precio de tanto dolor. Pero ella seguía, noche tras noche, alumbrando su pena.
Hasta que un día la encontraron muerta en el pozo de La Campana. Nunca se supo si cayó, si se arrojó o si alguien la empujó.
Don Antonio, dicen, reapareció poco después. Pero no para consolarla… sino convertido en oficial villista, como si nada hubiera pasado y con el tesoro quién sabe dónde.
La lámpara que nunca se apagó
Desde entonces la lámpara de doña Margarita sigue su camino todas las noches en que el viento es quieto. Sale de la hacienda, flota hacia el oriente, cruza la carretera y se desvanece en el pozo de La Campana. Buscando. Esperando. Llamando a un hombre que no regresó… o defendiendo un tesoro que jamás volvió a ver.
Ay, mis almas lectoras… el amor, cuando se tuerce, es más peligroso que un temporal. Doña Margarita murió persiguiendo un recuerdo y una promesa que nunca se cumplió. Y quizá por eso sigue caminando: porque hay dolores que ni la muerte puede apagar.
Cuando vuelen por esos caminos de Durango, si ven una luz cruzar… no le toquen el claxon. Respétenla. Es una mujer buscando lo que le arrebataron en vida.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla. Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de Manuel Lozoya Cigarroa,
Leyendas y Relatos de Durango Antiguo, Segunda Parte