
Mis queridas almas lectoras, permítanme ajustar mi abrigo negro, pues esta historia trae un frío que se mete entre los huesos. Exquitlán —esa hacienda perdida entre Tulancingo y Cuautepec— es un nombre que pocos recuerdan, pero cuyo eco sigue moviendo sombras, como si el tiempo mismo se negara a dejarla descansar.
Dicen los fantasmas viejos que allí murieron hombres sin nombre, que allí se oyeron gritos ahogados entre los establos, y que la tierra misma rechazó el cuerpo del amo. Y aunque hoy la modernidad la vista de fábrica de sidra, debajo late la misma oscuridad que hace más de un siglo se cocinaba entre sus muros.
La Leyenda de Exquitlán
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que la hacienda de Exquitlán nació marcada por la ambición, por el capricho del poder y por un silencio antiguo que ni la restauración moderna ha logrado borrar.
Construida desde 1868 y bendecida primero con una capilla antes que con habitaciones, la hacienda se convirtió en el orgullo de don Pánfilo García Otamendi, caudillo acaudalado, dueño —dicen— de más de cien haciendas. Pero ninguna le llenaba el pecho como Exquitlán; allí vivía con sus dos hijos, un varón y una joven de belleza que hacía palidecer a los querubines de yeso que adornaban los techos.
La capilla, consagrada a San Basilio, se decía extraña… demasiado solemne… demasiado ajena. Con angelitos que sostenían, no arpas, sino trinchitos; y una Virgen cuyo gesto parecía más de sumisión oscura que de consuelo.
La obsesión del padre y el destino de los pretendientes
Dicen los viejos de Tulancingo que el corazón de don Pánfilo estaba torcido por la ambición. Su hija no debía casarse con cualquiera; sólo un hombre perfecto, adinerado y de linaje limpio sería digno de ella.
Pero algo peor creció en su mente.
Para él, la riqueza debía quedarse en casa. En la familia.
Y ya imagina usted, alma lectora, por dónde iba la locura.
Los pretendientes llegaban con flores, promesas y sombreros en mano…
Pero de la hacienda no salía ninguno.
Los lugareños empezaron a notar la ausencia, las miradas nerviosas, el silencio de los criados. Hasta que la verdad se desbordó como agua podrida: don Pánfilo los asesinaba, los descuartizaba y los arrojaba a los cerdos.
Los puercos…, aquellos animales de los establos subterráneos que, según cuentan, aprendieron a reconocer el olor del miedo humano.
La muerte de don Pánfilo y el rechazo de la tierra
Cuando al fin el tirano murió, el pueblo quiso enterrarlo como mandaba la costumbre. Pero al amanecer el féretro estaba afuera, expulsado de la tierra santa.
Lo intentaron una y otra vez. Tres… cinco… siete veces. Y cada madrugada, como si el suelo escupiera escoria, el ataúd yacía sobre la tierra removida.
Aterrados, los pobladores pagaron para que unos arrieros llevaran el cuerpo al cerro del Yolo y lo dejaran allí, lejos, donde la tierra reseca aceptara lo que la de la capilla nunca quiso recibir.
El tesoro embrujado
Dicen que don Pánfilo enterró toda su fortuna en Exquitlán. Y que sólo en mayo, bajo la luz de la luna llena, la sombra de la cruz de la capilla apunta al sitio exacto donde yace.
Pero el jardín está custodiado.
No por hombres.
Por duendes.
Unos aseguran que los trajo el Demonio, con quien don Pánfilo tenía pacto; otros dicen que los duendes llegaron solos, atraídos como cuervos al brillo del oro enterrado. Lo cierto es que vigilan, molestan, extravían y espantan… y jamás aparecen de noche.
Y ya con eso debería uno sospechar.
Los pasillos que murmuran
Quien se atreve a entrar hoy a la hacienda —la parte vieja, no la fábrica moderna— siente de inmediato un peso extraño. Las paredes húmedas, los hongos, los techos de yeso desconchado… todo parece observar, recordar, advertir.
Antonio Manríquez, el actual dueño, ha sufrido más de una noche oscura. Él y su esposa cuentan que en octubre, mientras cenaban, escucharon pasos arriba. Una sombra caminaba, silenciosa.
Armado con rifle subió, revisó cuarto por cuarto.
Todo cerrado con llave.
Todo vacío.
Pero al bajar, justo al volver a la cocina, la sombra apareció frente a ellos:
esbelta, femenina, inmóvil…
y luego desapareció como humo negro.
Sonidos sin lógica, pasos que no pertenecen a nadie vivo, una tristeza que cuelga en el aire… Exquitlán guarda algo que ni el tiempo ha logrado domar.
Ay, mis almas curiosas… Exquitlán es de esos lugares que uno visita una vez y no olvida jamás. Yo, que camino entre vivos y muertos con la misma facilidad, le digo: esa hacienda respira. Y respira hondo.
Sus muros conservan risas falsas, gritos desgarrados, secretos de familia que jamás deberán salir a la luz.
Y sobre todo… guardan el peso del pecado de un hombre que quiso retenerlo todo, excepto su propia humanidad.
Si algún día pasa usted por Tulancingo, no pregunte demasiado. A los vecinos no les gusta hablar de la sombra que sigue rondando la capilla… ni del tesoro que quizá, sólo quizá, todavía brilla bajo la tierra.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en el libro Leyendas de Hidalgo
Ediciones Horus.