
En el sombrío barrio de S. Sebastián, donde las calles empedradas y los callejones oscuros guardan secretos ancestrales, se gesta una historia de horror y venganza que estremece hasta los huesos.
La Doncella
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que en el año de 1852 en el triste y humilde barrio de S. Sebastián. Juana, una joven de alma pura y corazón noble, vivía junto a su madre en un modesto hogar que irradiaba el calor del hogar honesto y la bondad cotidiana. Su vida cambió drásticamente cuando Enrique Jiménez, un hombre de oscuros antecedentes y corazón pérfido, apareció en su camino. Bajo una apariencia encantadora y palabras seductoras, Enrique ocultaba su verdadera naturaleza, alimentando un amorío falso y una trama siniestra.
La aparición de Enrique en la vida de Juana no pasó desapercibida para el virtuoso Padre Pinzón, encargado de la parroquia de S. Sebastián. Con ojo avizor y corazón vigilante, el Padre pronto descubrió la verdadera identidad de Enrique y su oscuro pasado. Con el deber sagrado de proteger a su rebaño, el Padre intentó disuadir a Juana de continuar su relación con el pérfido seductor.
Venganza
Furiosos por la intervención del Padre Pinzón, los hermanos Jiménez, Enrique y Vicente, urdieron un plan diabólico para silenciar al cura y vengarse de su oposición. En una noche de invierno, cuando la oscuridad y el frío envolvían las calles del barrio, Vicente se presentó en el curato del Padre, fingiendo necesitar sus servicios religiosos para su hermano enfermo. Con engaños y falacias, Vicente condujo al Padre hacia una casucha olvidada en el callejón de Lecumberri, donde Enrique aguardaba con malicia en su corazón.
Al adentrarse en la casucha, el Padre Pinzón y Vicente quedaron petrificados ante la escena dantesca que se desplegaba ante sus ojos. Los muros presentaban el efecto de las paredes cuando el fuego las calcina. Un espeso y negrísimo hollín las cubría, particularmente en el ángulo donde se encontraba la cama. Las vigas debajo de esta se deshacián, calcinadas y negras, y Enrique con un cerco amoratado en los ojos abiertos y fijos con espanto e inmóviles como de vidrio, rígido el cuerpo, amarilla la piel, con una espuma negrusca en torno de la boca, apretaba con una mano tiesa y ya sin vida el puñal con que pretendiera dar muerte al santo y ejemplar cura de almas.
Ante el horror del momento, el Padre Pinzón reconoció la intervención de una justicia divina, mientras que Vicente, abrumado por la culpa y el miedo, imploró perdón ante el hombre santo de Dios. Algunos creen que fue un acto de intervención divina, mientras que otros susurran sobre oscuros pactos y venganzas del más allá. Sea cual sea la verdad detrás de esta historia, su legado perdura en las calles del barrio, recordándonos la fragilidad de la vida y la eterna lucha entre el bien y el mal.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndola a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente pues es así como el relato llego a mis oídos y es mi forma particular de compartirla. Recuerde que por ser leyenda puede o no tener una base real y tener una increíble dosis de libertad literaria ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima garbancer@s
Basado en la obra de Angel R. De Arellano, catedratico de historia
Leyendas y Tradiciones relativas a las calles de México (1894)
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