
Mis queridas almas lectoras, cuando la luna se posa sobre las viejas piedras de Morelia y el aire tibio del Bajío roza las rejas oxidadas de las casonas virreinales, hay quienes juran escuchar un suspiro que pide caridad… y entre sombras, una mano blanca, casi descarnada, se extiende temblorosa pidiendo pan.
Esa mano —dicen los viejos— pertenece a doña Leonor, una joven que amó con pureza y murió en el encierro, traicionada por los celos de una madrastra cruel.
En Morelia
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que en una casa al inicio de la calzada de Guadalupe, allá en la vieja Valladolid, vivía hace siglos don Juan Núñez de Castro, un hidalgo de sangre azul y fortuna venida a menos. Su esposa, doña Margarita de Estrada, era mujer severa, de voz áspera y alma avinagrada.
Con ellos habitaba doña Leonor, la hija del primer matrimonio de don Juan: tan bella como un rayo de luna, tan pura que parecía bendecida por los ángeles.
La madrastra, encendida en envidia, convirtió su casa en prisión para la muchacha. No le permitía asomarse al balcón, ni adornarse, ni mirar al cielo. Cada día, la joven limpiaba, lavaba, cocinaba… soñando apenas con la libertad que el amor podía darle.
Fue entonces…
cuando el destino, disfrazado de Semana Santa, trajo a Valladolid a don Manrique de la Serna, un joven noble de la corte virreinal. Su mirada se cruzó con la de Leonor y ambos quedaron prendidos, como dos cirios encendidos frente al altar del amor.
El galán, ingenioso y enamorado, ideó visitarla cada noche por la reja del sótano donde su madrastra la recluía. Para evitar sospechas, vistió a su paje de fraile y lo hizo caminar por la calzada, con una calavera pintada en el rostro. Aquel espanto fingido hizo huir a todo curioso, y bajo ese manto de temor, los amantes pudieron hablar en secreto.
Pero la dicha ajena despierta la furia de los envidiosos. Doña Margarita descubrió la artimaña, y una noche —con el corazón torcido por los celos— encerró a Leonor, sellando la puerta del sótano con llave y silencio.
El regreso…
Don Manrique partió a la capital con la promesa del virrey de pedir la mano de su amada. Mas cuando volvió con cartas y flores, halló una tumba improvisada. Leonor había muerto de hambre, dejando solo el rastro de su mano extendida entre los hierros, aún implorando por un mendrugo de pan.
Cuentan que desde entonces, cuando el reloj marca las ocho y el viento sopla desde el Santuario de Guadalupe, una mano blanca y delgada se asoma por una vieja reja de hierro. Los que la ven aseguran escuchar una voz tenue, apenas un hilo de aire: “Por amor de Dios… un pedazo de pan…”
Los viejos del barrio decían que esa mano no buscaba ya alimento, sino redención. Que no era el hambre del cuerpo, sino la del alma, la que la hacía aparecer noche tras noche.
Yo, que he caminado esas calles y sentido el frío de esas piedras, les digo: si alguna vez la ven, no teman. Ofrézcanle una oración… y un pedacito de pan.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla. Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de Julián Domínguez
“Leyendas de México Colonial” segunda edición.