
Mis queridas almas lectoras, en el corazón antiguo de la Ciudad de México, donde los templos dominicos aún vigilan las calles empedradas y los balcones murmuran oraciones olvidadas, nació una historia que hiela el alma.
Una historia de penitencia, fe y horror, que los mayores contaban a media voz cuando el viento soplaba entre los claustros.
Esa es la leyenda de la Calle de Olmedo, donde un fraile —de nombre Mendo— cruzó el umbral que separa a los vivos de los muertos.
El encuentro en la noche
Los vecinos comentan, y algunos mayores afirman, que era una noche de enero, en el año de 1731, cuando el fraile Mendo, hombre de fe severa y rostro cansado, regresaba al convento tras predicar el rosario.
Al doblar la esquina de una calle oscura, sintió pasos detrás de él. Un hombre lo seguía con insistencia. El fraile se detuvo y, al volver el rostro, vio al desconocido acercarse con súplica en los ojos.
—Padre —le dijo aquel hombre—, vengo de parte de un moribundo. Está agonizando… y no puede morir sin confesión.
El fraile dudó. Era tarde, el convento quedaba lejos, y el tono del mensajero tenía algo que helaba la sangre. Pero el deber lo venció. Siguió al hombre por las callejuelas hasta llegar a una casa sin luz, con las ventanas cerradas y el aire cargado de humedad.
—Entrad, padre —dijo el extraño—, que dentro os aguarda un alma.
La mujer del lecho
El fraile cruzó la puerta, y apenas una bujía temblorosa alumbraba la habitación. En el centro, sobre un lecho raído, yacía una mujer hermosa y pálida, casi sin aliento.
Sus brazos estaban atados con lazos de seda, su vestido hecho jirones. Los ojos, entreabiertos, parecían mirar hacia otro mundo.
—¿La conocéis, padre? —preguntó el hombre con voz dura—. Ella ha pecado, y ha de morir.
El fraile, horrorizado, quiso interceder. Pero el otro añadió con frialdad:
—De mí depende su suerte. Si vuestra conciencia es limpia, cumplid vuestro ministerio.
El fraile se inclinó para escuchar la confesión de la mujer. Nadie supo lo que ella dijo, pero cuentan que su voz se quebraba como si hablara desde el fondo de una tumba.
Minutos después, la luz del cirio se extinguió.
El regreso del miedo
Cuando el fraile terminó la absolución, el hombre lo empujó fuera con violencia, cerrando la puerta tras de sí. Dentro se escuchó un gemido largo, como de ultratumba.
Aterrorizado, el religioso golpeó, rezó, lloró. La puerta no volvió a abrirse.
Al despuntar la aurora, regresó al convento temblando. Nadie logró calmarlo. Balbuceaba frases inconexas, entre ellas: “He sido testigo de un crimen horrible”.
Los días siguientes fueron un tormento. La conciencia lo devoraba. Dudaba si había auxiliado a un vivo o a un espectro. En su mente resonaba la voz de la mujer, pidiendo perdón.
La justicia del rey
Incapaz de soportar más el silencio, el fraile buscó al alcalde y, presa del delirio, lo llevó hasta la casa donde había ocurrido todo.
—Aquí fue, aquí anoche confesé —gritaba—. ¡Por la justicia del rey, abrid esta puerta!
Pero la casa estaba abandonada. Las cerraduras oxidadas, las telarañas colgando de las bisagras, el polvo acumulado como si nadie la hubiera habitado en años.
El alcalde, movido por el deber, mandó romper la puerta. Adentro no había sino un cuarto vacío.
Solo en un rincón, entre la penumbra, descansaba un esqueleto cubierto con un traje de seda descolorido, y a su lado, un rosario antiguo.
El fraile cayó de rodillas, exclamando con voz rota:
—¡Dios santo!… ¡He confesado un alma de la otra vida!
Y cuentan que, al decirlo, su corazón se detuvo. Cayó al suelo, muerto, con las manos unidas sobre el pecho.
Desde aquella noche, nadie quiso vivir en esa calle. Los vecinos le dieron el nombre de “Calle de Olmedo”, en memoria del fraile que osó confesar a una muerta.
Al caer la medianoche, algunos aseguran que se escucha el rezo de un rosario y el murmullo de una voz femenina que susurra:
“Padre… ¿me absuelve usted?”
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social.
Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de Vicente Riva Palacio y Juan de Dios Peza.
Libro: Tradiciones y Leyendas Mexicanas (1880).