
Mis queridas almas lectoras, hubo un tiempo en que las campanas no sólo marcaban las horas, sino que también llamaban a los vivos… y a los que ya habían partido. Las noches eran frías, los rezos encendían más almas que velas, y las sombras caminaban junto a los fieles que aún creían que la oración podía salvar del fuego eterno.
En una de esas madrugadas, bajo la luna que plateaba los tejados de Barrio Alto, una mujer buena, tan sola como devota, acudió al panteón del Señor de la Misericordia para cumplir con su rutina de fe… sin saber que aquella misa no era para los vivos.
La leyenda
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que; en la vieja calle de Lozano, hoy llamada Colón, vivía doña Matiana, mujer de rezos hondos y mirada serena. Habitaba una casona vieja, de gruesos muros de adobe que parecían guardar secretos de siglos. Pocos sabían de qué vivía, pero todos coincidían en que nada le faltaba.
Cada amanecer, antes de que el gallo cantara, doña Matiana se dirigía al cementerio a orar al Señor de la Misericordia. Era su refugio y su esperanza.
Una madrugada, al sonar la campana que anunciaba la misa, se levantó como siempre. Vestida con su rebozo oscuro, aseguró la puerta y emprendió el camino cuesta arriba. La calle de las Ánimas la recibió envuelta en bruma. Al llegar, la capilla del panteón parecía esperar por ella, iluminada con una luz mortecina que apenas rompía la oscuridad.
Entró y se arrodilló en su reclinatorio habitual. Comenzó sus rezos a las Benditas Ánimas, sin notar que el templo se llenaba de figuras silenciosas, vestidas con tonos grises, como difuminadas por el aire frío. Los rezos se alzaban graves, hondos, como si salieran de gargantas antiguas.
El sacerdote apareció desde la sacristía, moviéndose sin ruido, casi flotando. Celebró la misa con solemnidad, mientras el eco de las plegarias parecía venir de muy lejos. Doña Matiana, absorta, no levantó la vista.
Cuando la misa terminó, el sacerdote dio la bendición final, y un “Amén” ronco y profundo, de voces que no parecían humanas, resonó en toda la capilla. Entonces, el silencio. Las figuras se desvanecieron y la mujer, aún conmovida, tomó su libro y salió al amanecer que nunca llegó.
En la calle desierta, las campanas del reloj parroquial marcaron tres lentos tañidos.
—Las tres de la mañana… murmuró incrédula.
Al voltear hacia el panteón, la puerta estaba cerrada con cerrojos y cadenas. El miedo la invadió. Un frío la recorrió desde la nuca hasta los pies. Caminó tambaleante hasta su casa y, al llegar, apenas pudo girar la llave. Se recostó sin poder cerrar los ojos, deseando que el día llegara pronto.
A la mañana siguiente no acudió a misa. Mandó llamar a su confesor, el padre Cuéllar, y entre lágrimas le relató lo sucedido.
—No lo soñé, padre… los vi, los escuché… fue una misa verdadera.
El sacerdote, con ternura, le tomó las manos y respondió:
—Hija, Dios escoge a las almas puras para sus designios. Él te permitió acompañar a quienes necesitaban una misa para alcanzar el descanso eterno. No temas, fuiste elegida para ayudarles.
Doña Matiana sintió entonces una paz profunda. El padre la absolvió y partió meditando lo sucedido.
Al llegar al panteón, aún con duda, se acercó al reclinatorio donde ella solía orar. Sobre la cruz de madera tallada, brillaba el rosario de cuentas de cristal que él mismo le había obsequiado.
Días después, doña Matiana partió de este mundo… tal vez para reunirse con aquellos que ayudó a alcanzar la luz.
Dicen los viejos del barrio que, desde entonces, en las madrugadas del 2 de noviembre, la campana del Señor de la Misericordia suena tres veces sin que nadie la toque. Y que, si uno escucha con atención, aún puede oír las voces de los difuntos respondiendo aquel “Amén” que estremeció a doña Matiana. El alma que reza con fe, dicen, nunca está sola.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla. Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de Prof. Ezequiel Hernández Lugo
Historias, crónicas y leyendas de Los Altos de Jalisco, primera edición, 2018.