
¡Ah, Puebla! Ciudad de espíritus antiguos, muros que aún guardan el eco de los cañones y calles donde los fantasmas —créame usted— pasean con más libertad que los vivos.
Y en medio de aquella ciudad sitiada, hambrienta, herida pero orgullosa, nació una leyenda cuyo sabor amargo no se olvida. Yo, Don Pepe, que he visto sombras más viejas que el mismo polvo, les traigo esta historia que los antiguos en El Carmen cuentan bajito… casi con vergüenza… casi con sorna.
Prepárese, alma lectora. La guerra siempre ha sacado lo peor… y lo mejor… de los humanos. Esta vez, sacó algo más.
La Leyenda
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que durante el prolongado y sangriento Sitio de Puebla en 1863, cuando la ciudad resistía como fiera acorralada, un pequeño rincón del barrio de El Carmen guardaba un secreto tan crudo como la guerra misma.
En una plazuela cercana a la antigua calle de Capuchinas, había una fonda atendida por una mujer menudita, sin gracia, sin importancia aparente… salvo por un detalle: en su fonda jamás faltaba carne.
Y eso, en tiempos donde ni los perros hallaban hueso, era un prodigio sospechoso.
La fonda milagrosa
La tropa mexicana, hambrienta y fatigada, acudía a comer por unos cuantos reales. Y la fama de “la carne buena y barata” corrió tan hondo que incluso coroneles y generales, cuando podían abandonar sus parapetos, visitaban aquel sitio.
Pero la autoridad militar, con el instinto fino del que huele problema, comenzó a sospechar. ¿Cómo podía esa mujer mantener abastecido su fogón cuando el hambre ya rondaba como buitre?
Ordenaron vigilarla. Día tras día la espiaron, pero nada raro hallaban. Todo parecía en orden… hasta que una madrugada, cuando el sitio amanecía gris y tembloroso, algo cambió.
La luz detrás de la puerta
Los guardias vieron una luz tenue colarse por las hendiduras de la puerta de la fonda. Primero como la flama humilde de una bujía…
Luego más fuerte, como un quinqué avivado. Siguió un chirrido. La puerta se abrió.
Salió la fondera acompañada de una muchacha robusta, morena, con pinta de serrana fuerte y silenciosa. Y sin decir palabra, ambas caminaron rumbo al cementerio de El Carmen, hacia territorio enemigo, donde campaban los zuavos franceses.
Los guardias, palideciendo a la par del amanecer, las siguieron.
Los bultos que regresaron
Al poco rato, las mujeres volvieron… cargando cada una un enorme y pesado bulto. Los soldados mexicanos, incrédulos, no podían creer lo que veían.
La pesquisa posterior reveló lo inimaginable:
Cada noche, madre e hija se escabullían entre tumbas y sombras.
Cada noche asaltaban a un zuavo aislado.
Cada noche lo mataban, lo arrastraban al camposanto…
y ahí lo destazaban como si fuera res recién ordeñada.
Elegían las mejores piezas…
Enterraban el resto…
Y al amanecer regresaban a surtir la fonda.
Así se resolvía el misterio de la carne abundante.
Consejo de guerra
La autoridad republicana las arrestó de inmediato. Se formó un consejo de guerra breve, urgente, helado como la moral en tiempos de hambre.
El fiscal pidió la pena de muerte. Pero el defensor —con un cinismo que más tarde inspiró chistes oscuros en toda la ciudad— argumentó que las mujeres solo habían matado enemigos de la patria. Y eso, dijo, no debía castigarse.
El agente del Ministerio Público replicó:
“Pero tú, como yo… comiste carne de francés.”
A lo que el defensor respondió, impasible:
“Ni modo, hermano… también nuestros ancestros los valientes aztecas se comían la carne de los prisioneros de guerra.
¡Y no era por hambre!”
La ciudad entera quedó entre horrorizada y divertida. La guerra deja cicatrices… y en Puebla dejó una anécdota que se cuenta bajito, con una mezcla de vergüenza y burla amarga.
Ay, mis almas lectoras… uno cree que lo ha visto todo, pero la guerra es maestra de horrores. Yo, que me paseo por cementerios desde hace más de un siglo, he escuchado risas de soldados franceses burlándose todavía de su trágico destino culinario… y también he visto a más de un mexicano evitar la fonda del Carmen incluso ya siendo fantasma.
La miseria tuerce caminos, la necesidad afila decisiones, y la noche —esa vieja cómplice— siempre guarda secretos que luego se convierten en leyenda.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de Enrique Cordero y T.,
Publicado en el libro Leyendas de la Puebla de los Ángeles (1972)