
Hoy el Jardín Principal de Tlalpan presume bancas limpias, risas de niños y domingos de helado. Pero no se confíen, mis queridas almas lectoras: bajo esa apariencia apacible se esconde un pasado áspero, de sogas tensadas y justicia sin misericordia.
Mucho antes de que la plaza existiera como la conocemos, aquel terreno era un sitio baldío poblado por árboles robustos y silenciosos. Durante los años turbios del Imperio de Maximiliano de Habsburgo, esos árboles no daban sombra ni fruto: daban escarmiento.
El árbol del castigo
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que, hacia la década de 1860, el sitio era refugio de bandidos, estafadores y ladrones que asolaban caminos y comercios de la región. Para poner orden —o al menos infundir miedo— el general Tomás O’Horán y Escudero, entonces prefecto del Valle de México al servicio del Imperio, ordenó que los criminales fueran colgados públicamente de aquellos árboles.
Dicen que no había juicio largo ni clemencia: la muerte pendía de una rama gruesa y de una cuerda bien anudada.
La conspiración contra el Imperio
El árbol no sólo probó la vida de los delincuentes comunes. En 1865 y 1866 se descubrió una conspiración para derrocar a Maximiliano y liberar al país del dominio extranjero. Cinco militares fueron capturados, juzgados como traidores y fusilados primero… pero la lección no estaba completa.
La fuerza imperial colgó sus cuerpos en el árbol, como advertencia muda para el pueblo. Sus nombres, grabados en piedra bajo el tronco, aún se leen para quien se acerque con respeto:
- Coronel Dr. Felipe Muñoz
- Coronel Vicente Martínez
- Mayor Manuel Mutio
- Capitán Lorenzo Rivera
- Teniente José Mutio
No hay archivos abundantes que hablen de ellos. El árbol es su único testigo.
El árbol que escuchó llorar a un pueblo
Aquella ejecución pública encendió algo más que el miedo: avivó la indignación y el deseo de libertad. Las mujeres lloraron a sus muertos, los hombres apretaron los dientes, y la ciudad nunca volvió a ver ese árbol de la misma manera.
Con el paso de los años, Tomás O’Horán correría la misma suerte que su emperador. Cuando Benito Juárez regresó triunfante a la Ciudad de México en 1867, O’Horán fue fusilado como traidor a la Patria. Algunos dicen —y yo no lo descarto— que su lamento también se suma al coro nocturno.
Los lamentos de la madrugada
Cuando el reloj rebasa las doce, el jardín cambia. Se escuchan quejidos largos, como suspiros ahogados. Hay quien jura haber visto siluetas balanceándose entre las ramas, aunque no haya viento alguno.
Por eso, todavía hoy, más de uno acelera el paso al cruzar la plaza de madrugada. No por miedo al árbol… sino a lo que recuerda.
El árbol en nuestros días
El Árbol de los Colgados sigue en pie, aunque ya no tan frondoso como antaño. Parece sostenerse más por terquedad histórica que por fuerza natural. Frente a la iglesia de San Agustín de las Cuevas, una placa recuerda a los hombres que murieron ahí.
Está vivo, sí, pero cargado de memoria. Y la memoria, mis queridas almas lectoras, pesa más que cualquier soga.
He pasado junto a ese árbol más de una vez, incluso después de muerto. No siempre se escuchan lamentos; a veces basta con el silencio. Hay lugares donde la historia no se fue… sólo aprendió a susurrar.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Este texto es una versión creada por El Cronista Garbancero
a partir de la leyenda popular.