
Mis queridas almas lectoras, hubo un tiempo —no tan lejano como quisiéramos creer— en que el sonido de una campana al amanecer del 2 de noviembre estremecía las calles de la vieja Ciudad de México. No era simple repique: era un lamento metálico que viajaba desde la Catedral hasta los rincones más humildes, recordando a vivos y muertos que aquel día pertenecía al recuerdo, al llanto y al misterio.
A la luz de las velas, las familias hablaban en voz baja de sus difuntos, mientras el eco de los bronces sagrados parecía arrullar el alma de quienes ya no estaban.
Era el funeral de la campana… el día en que México lloraba y celebraba a sus muertos.
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que…
En los antiguos tiempos, antes de las reformas que cambiaron al país, el amanecer del Día de Muertos se vestía de melancolía. Las campanas doblaban sin descanso, roncas, graves, como si el aire entero se doliera con ellas. Desde los templos y conventos, el lamento metálico se extendía por los cuatro rumbos de la ciudad, hasta envolverla en un mismo sentimiento: tristeza, fe y resignación.
“Mortuos plango”, decían los sacerdotes: lloro a los muertos.
Y en efecto, toda la urbe parecía hacerlo.
Las familias, vestidas de luto, acudían a las iglesias y cementerios. Los panteones —la Piedad, San Fernando, el Francés, los Ángeles, Dolores— eran los escenarios donde la vida se inclinaba ante el misterio. Allí, bajo el perfume de las flores frescas y el humo del copal, los mexicanos recordaban con ternura y plegarias a sus ausentes.
Pero con el paso de los años, algo cambió.
El silencio piadoso fue invadido por el murmullo de la multitud. Las tumbas se rodearon de risas, los rezos se mezclaron con canciones, y el llanto se confundió con el vapor embriagante del pulque.
La procesión del dolor
Aquel dos de noviembre, un curioso viajero —quizá un poeta o un alma melancólica— tomó un carruaje para recorrer los panteones de la ciudad. Quiso contemplar las costumbres de su pueblo y preguntar al tiempo si los mexicanos aún sabían llorar a sus muertos.
Mas pronto el camino de la Piedad le mostró otra escena.
No encontró llanto, sino algarabía. A un lado de la calzada, bajo los álamos, avanzaban familias enteras cargando coronas de ciprés, canastas con frutas, tamales, jarros rebosantes de pulque y flores negras. Iban a los cementerios no sólo a llorar, sino a convivir con sus difuntos, a comer junto a ellos, a brindar por su memoria.
Pulque por donde quiera, música de carcajadas, niños corriendo, ancianas vendiendo ramilletes.
La ciudad entera era una procesión de color, entre la devoción y la fiesta.
El banquete durante el funeral
Al caer la tarde, el viajero regresó a la Piedad. El sol teñía de oro y opal los árboles del camposanto, y sobre la yerba silvestre se extendían manteles improvisados.
El pueblo había comido. Había bebido.
Y entre plegarias sinceras y jarros derramados, la tristeza se tornó en delirio.
El licor blanco del maguey corrió como un río sobre las lápidas. Las lágrimas se confundieron con risas, las oraciones con cantos, y el amor humano desafió al frío mármol.
Fue entonces que el dolor se transformó en un banquete extraño, mezcla de devoción y desenfreno, donde los vivos parecían bailar con los muertos bajo el parpadeo tembloroso de los cirios.
Cuando el crepúsculo cubrió la ciudad, los caminos se llenaron de voces ebrias que regresaban cantando. El viajero, mirando desde su ventana, comprendió que México tenía un modo peculiar —dolorosamente hermoso— de recordar a sus difuntos: llorándolos y celebrándolos al mismo tiempo.
Y así, mis queridas almas lectoras, comprendan que el Día de Muertos no siempre fue como lo pintan las postales. Hubo un tiempo en que el país entero se estremecía entre el llanto y la risa, entre la plegaria y la jarra de pulque. No era falta de respeto… era la manera mexicana de decirle a la muerte: no te temo, te acompaño.
Los muertos no estaban ausentes. Simplemente seguían entre nosotros, bebiendo el mismo trago, oyendo el mismo canto.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla. Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de Ignacio Manuel Altamirano
Paisajes y leyendas, tradiciones y costumbres de México (1884).