
Mis queridas almas lectoras, en las viejas cocinas de barro, cuando el humo del copal se mezclaba con el aroma del pan de muerto, los abuelos contaban historias que hacían temblar hasta al más valiente. Decían que durante el Día de Todos Santos, las ánimas regresan, sigilosas, a visitar sus antiguos hogares. Pero siempre existió quien dudó de tales cosas… y la incredulidad, ya saben, suele pagarse cara.
Esta es la historia de un hombre testarudo, uno de esos que creen que el mundo se acaba donde alcanzan sus ojos.
La incredulidad del hombre
Los vecinos comentan, y algunos mayores afirman que en Pisaflores, Veracruz, vivía un hombre recio, de pocas palabras y menos creencias. Había enviudado hacía tiempo, pero el destino —que a veces juega con la soledad— le cruzó en el camino a una buena mujer, viuda también, dueña de modestos bienes: marranos, guajolotes y gallinas suficientes para vivir sin pasar hambre.
Llegó el tiempo de Todos Santos, cuando los altares empiezan a levantarse y las casas huelen a flor de cempasúchil. La mujer, con el corazón devoto, quiso preparar su ofrenda, pero su marido le dijo con dureza:
—No vas a matar nada. Ni un pollo. No vamos a gastar ni un centavo. ¿Para qué? ¿Quién ha visto que los muertos regresen? Son puras habladurías.
Ella bajó la mirada. No quiso discutir, aunque el alma le dolía. Fue entonces que el hombre se marchó a su milpa, mientras la mujer, obediente pero triste, buscó unas hierbas y raíces —lo’e, como decía ella— para guisar algo sencillo. Aun así, colocó su humilde ofrenda, con fe y respeto.
La voz del camposanto
Esa tarde, el hombre volvió de su milpa, cansado y satisfecho de su terquedad. Pero al tomar el camino de regreso, el viento cambió de tono. Por el sendero que cruzaba junto al panteón, oyó voces… como si en la oscuridad charlaran almas invisibles.
—Yo encontré mi casa hermosa, con velas y pan —dijo una voz grave y alegre.
—A mí me dieron ropa nueva y hasta un pañuelo —contestó otra.
—Y tú, ¿qué traes? —preguntó un tercero.
Entonces se escuchó un sollozo.
—A mí no me dieron nada… ni un taco. Solo esto que me dejaron —dijo una voz quebrada, como salida de una tumba abierta—. Pero ya verán, pronto me tendrán por compañía…
El hombre sintió un escalofrío que le corrió por la espalda. Reconoció aquella voz: era la del difunto marido de su esposa.
El aire se volvió pesado, y entre los murmullos alcanzó a oír cómo los demás ánimas le ofrecían compartir su comida, aún caliente. El incrédulo apretó el paso, con el corazón desbocado, y no miró atrás.
El arrepentimiento tardío
Al llegar a su casa, el hombre gritó:
—¡Prepara el agua, mujer! ¡Vamos a matar el marrano!
Su esposa, sorprendida, no dijo nada. Entre ambos levantaron un altar digno: tamales, pan, frutas y flores adornaron la mesa. Cuando cayó la noche, colocaron las velas encendidas.
Pero el alma del hombre no dormiría tranquila. Al amanecer, su esposa intentó despertarlo… y lo encontró inmóvil.
Dicen los viejos que murió justo cuando el último difunto se marchaba de regreso al otro mundo, porque los muertos ya habían venido… y a él lo esperaban.
“Por eso, mis hijos —decía el abuelo mientras atizaba el fuego—, aunque sea un vaso de agua o un pedazo de pan, pónganlo. Las ánimas no exigen, solo agradecen. Pero quien duda de su visita, corre el riesgo de que se la lleven para que aprenda, del otro lado, que el amor nunca muere.”
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla. Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de Amparo Sevilla
Libro: Cinco leyendas en torno al día de muertos.