
Mis queridas almas lectoras, cuando el viento de octubre roza los campos de maíz seco y los primeros altares se levantan en las casas, los vivos recuerdan a los muertos con respeto y cariño. Pero no todos cumplen con esa sagrada costumbre. En los pueblos de Veracruz, donde las sombras parecen caminar al compás de los sones jarochos, se murmura una vieja historia, una advertencia envuelta en misterio y humo de copal: la del hombre que no quiso poner ofrenda.
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que hace ya muchos años, en el pueblo de Xiloxúchitl, Tantoyuca, vivía don Pedro Martínez, un hombre trabajador, pero de carácter agrio y espíritu terco. Decía que esas cosas del altar eran cuentos de viejas, que los muertos no regresaban y que la vida estaba para los vivos.
Mientras sus vecinos colocaban veladoras, papel picado y los más finos tamales para recibir a sus difuntos, él se burlaba. Cerró su casa, apagó las luces y bebió aguardiente hasta quedarse dormido, satisfecho de su “modernidad”.
Pero pasada la medianoche, el aire cambió. Las campanas del panteón tocaron solas, y el viento, helado como hueso, trajo un murmullo que parecía venir del camino real. Sombras se levantaban entre la neblina, avanzando en procesión silenciosa. Algunos llevaban flores marchitas, otros sostenían velas encendidas que no daban calor. Entre ellos, los padres de don Pedro caminaban cabizbajos, tristes porque su propio hijo no los había recordado.
El hombre, que había salido a orinar, los vio venir. Primero creyó estar soñando, pero al reconocer los rostros, sintió cómo la sangre se le enfriaba en las venas. Los muertos pasaron frente a él sin mirarlo, sus pasos huecos resonando sobre la tierra húmeda. Al amanecer, arrepentido, corrió al mercado y compró maíz, manteca y carne de cerdo. Quiso preparar tamales de ofrenda, como los de antes, para redimirse. Trabajó sin descanso todo el día, sudando y rezando, con el corazón apretado por el remordimiento.
Cuando por fin los tamales estuvieron listos, colocó una cruz de ceniza en el suelo, encendió una vela y dijo:
—Padre, madre… aquí está su ofrenda.
Cansado, se recostó en un petate junto al altar improvisado. Al día siguiente, los vecinos notaron que la casa olía a tamales recién hechos, pero nadie respondía a los llamados. Al entrar, encontraron el altar encendido… y a don Pedro tendido sin vida, con una sonrisa serena en el rostro. Los tamales fueron su última ofrenda… y su propio banquete de despedida.
Dicen que desde entonces, en Xiloxúchitl nadie se atreve a pasar el Día de Muertos sin ofrenda. No importa si es grande o sencilla, con tal de que tenga corazón. Porque los difuntos regresan, y no para asustar, sino para ser recordados. Pero si los olvidas… quizá un día te visiten, caminando bajo la luna, tristes por no hallar su altar.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de Amparo Sevilla,
“Cinco leyendas en torno al Día de Muertos”.