El Convento de Santa Clara,
construido en terrenos que el propio Fernando de Tapia legara a su hija María Luisa del espíritu santo, quien inclinándose por la vocación religiosa, por propia voluntad, lo cedió para que fuera construido el Convento de las Monjas Clarisas, y que con aportaciones de los fieles, tanto de criollos como de españoles, se construyó una sólida y magnífica edificación que desde sus inicios se enriqueció de ornamentos y retablos únicos por su elaborado trabajo y su patinado en lámina de oro de 24 quilates, que cubre la magnífica talla en madera, hecha por artesanos indígenas.
Sus enrejados dan constancia de la gran entrega de los herreros, que forjaron con martillo y sudor el fierro para entrelazarlo a golpes y formar un magnífico tejido, el que por su duración los hizo inmortales. Su técnica para “abrir” el fierro al rojo vivo y dejar un orificio para por él entrelazar, como un bordado de aguja, fierro con fierro, trabajos que quedaron en el coro y soto coro, y en el balcón de las clausuradas, que con recato participaban en los oficios religiosos, en el tiempo que la fe era de verdad, en la época de los milagros espectaculares y convincentes, que nos relataban los sacerdotes para que sirviesen de ejemplo.
La orden religiosa, con el tiempo, influyó grandemente en la historia de Querétaro, y conocido es su litigio para que les llegara el agua de la acequia madre, lo cual no acontecía, dado el mal uso que se hacía en el trayecto desde “ La Cañada ”, y por la parte baja donde corría, hoy cercana al Río Querétaro. Como conocida es también la leyenda que justifica la construcción del acueducto por Don Juan Antonio Urrutia y Arana, Marqués de la Villa del Villar del Águila, y su supuesto amor por una monja de nombre Marcela, sobrina de la Marquesa.
Lo innegable es,
que en el Convento se encontraban como religiosas, hijas de pudientes y piadosas familias, por lo que el dinero nunca escaseó para su construcción, eran las monjas más ricas del virreinato, además de que en las cercanías, y en diferentes etapas de su historia, vivieron familias muy conocidas, e incluso nobles; como la propia esposa del Marqués de la Villa del Villar del Águila, Doña Paula Guerrero y Dávila que a unos cuantos pasos de la iglesia, siempre se involucró y apoyó a las monjas clarisas.
La mismísima Doña Josefa Vergara y Hernández las adoptó como a sus hijas, y, mes a mes, las dotaba de alimentos y aportaciones económicas, incluso esto continuó hasta después de su muerte. También la Familia Mota, y muchos más, que contribuyendo para los gastos del convento, lograron que Santa Clara se ganara el calificativo de “joya religiosa”, hasta que un innovador, retirara el retablo principal para modernizar el altar. No tiene ya razón el recordar lo negativo; el daño se realizó y forma parte de la historia, de la propia historia de Santa Clara.
Parte muy importante
de las adquisiciones realizadas para la liturgia, además de candelabros, manteles, vasos sagrados y “custodia” de oro, lo era el indispensable órgano, para enmarcar, mediante la música sacra, todas las celebraciones religiosas, y con este propósito, se compró en la capital un órgano tubular importado, con su mecanismo de fuelles y registros, con sus teclas bien terminadas y sus pedales de madera. Con las propias ornamentaciones y decorados que caracterizaban a estas reales obras de arte, artesanales cien por ciento, y que requerían; además de los conocimientos musicales, una muy buena condición física para tocarlos.
Querétaro siempre se ha caracterizado por ser una ciudad culta, en donde existe aprecio por las artes, y que, a manera de los antiguos sistemas gremiales, en que se heredaban los secretos de padres a hijos, aquí existían familias que por verdadera vocación religiosa se entregaban por entero al servicio de la Iglesia; algunos como acólitos, durando en activo hasta que morían; otros, dedicándose al canto, así como a la música, pero toda la vida, año tras año; algunos en la capital de la República, como Don Julián Zúñiga, y otros muchos como el padre Cirilo Conejo o Don Agustín González en nuestra ciudad.
El organista,
que desde los primeros días, en que después de ser instalado y probado el nuevo órgano, se hizo cargo de tocarlo, desempeñando sus funciones musicales, empezó a notar a una bella monja, muy joven, a la cual su rostro enmarcado en la blanca tela y el oscuro velo, la hacían más hermosa. En el sitio reservado para ellas, ninguno de los fieles notaba su presencia por el velo que las separaba del mundo, así como también por las gruesas y sólidas rejas del enclaustramiento.
El organista la observaba diariamente en la penumbra de la Iglesia a los rayos de la luz matutina, que se colaban apenas iluminando al grupo de piadosas religiosas, que diariamente, en punto de 6 de la mañana, iniciaban su día encomendándose al Señor. El se sentía afortunado por el lugar en que el acomodo indispensable del órgano, para lograr su mayor sonoridad y cumplir con sus funciones ornamentales, le daba la oportunidad de verla, sin que nadie lo notara, y al verla tanto, terminó por enamorarse perdidamente de ella. Se convirtió en una obsesión, y, poco a poco, pasó a ser parte de su vida: pensaba tanto en ella que no la podía separar ya de su existencia. Tenía que ser su esposa. La amaba con todas sus fuerzas, pero existía un infranqueable impedimento: no, no era la monja, la que ni siquiera se enteró, ella ni siquiera había fijado sus castos ojos en el que con pasión la amaba; a él lo detenía su fe, su religión, sus creencias, las que le había inculcado su madre viuda desde que él tenía siete años. Su madre que, refugiando su dolor se volcó en la fe, en la religión, y él la acompañó siempre; por eso no le podía fallar a su madre, a su religión; pero estaba de por medio algo más fuerte: su amor ardiente por la bella monja.
En medio de su desesperación,
primero rezó, y le pidió a Dios que le concediera a su sierva como esposa; le justificó de que su amor era puro, libre de pecado, pero, enloquecido de amor, invocó al demonio, no importaba nada, ni su vida ni su alma, sólo le interesaba la hermosa monja de la cara angelical y rosadas mejillas; cual querubín del propio retablo de la Iglesia. Esta pasión, tan intensa, escapaba de sus fuerzas; se justificaba por su amor puro, y en pocos segundos, se recriminaba su pecado y no aguantó. No podía con este conflicto seguir viviendo. Pudo más la culpa de sentirse un pecador por desear a una inocente monja, a quien ya había manchado con sus “malos pensamientos”. No merecía vivir. Le había faltado a su madre, a sus principios, invocando al diablo; había caído en pecado.
Dirigiéndose al cajón del ropero donde guardaban los recuerdos de su padre muerto, entre camisas viejas, fotografías de color sepia y un “quepí” con escarola republicana, tomó una vieja pistola con la que su orgulloso padre aparecía en la única foto que tenían de él como militar; tomó su rosario, se puso su escapulario, y lo perforó de un disparo a nivel de su corazón, como castigo por haberle causado tanta desdicha.
A la mañana siguiente,
el único que notó la ausencia del organista fue el sacerdote, ya que al cantar, se quedó esperando la musical respuesta y, como esto no aconteció, con rápida mirada notó el banco del órgano vacío. Sin dar importancia continuó el oficio religioso y, mecánicamente, volvió a cantar, sin recordar la ausencia del ejecutante, pero apenas recapacitaba de su error; cuando del órgano se iniciaron unas notas, pero que por su sonoridad y sus acordes, nunca las había producido el instrumento, ¡y no sólo eso! con los cabellos de punta, siguió escuchando melodías que nunca se habían escuchado en el templo. No se trataba de ruidos, se producían acordes de tal forma, que los fieles empezaron a voltear al sitio en donde se encontraba el órgano, pero no había alguien tocándolo.
El sacerdote; con temor, empezó a rezar en voz alta. Los fieles, horrorizados por lo que estaban presenciando, incrédulos, no podían saber si se trataba de un milagro o de un hecho atribuido al mismísimo demonio. La situación en que se encontraban inexplicablemente duró varios minutos y, de improviso, cesó, quedando todo en un profundo silencio.
Los comentarios
se daban a la salida del templo, ya en las puertas que dan al jardín de Santa Clara, entre los fieles que no alcanzaban a explicarse lo que había pasado, cuando ven que una mujer, caminaba apresuradamente y se dirigía a la iglesia. Se trataba la que todos conocían, como la madre del organista, quien unos minutos antes tuvo; para su mala fortuna, que encontrar a su hijo recostado en su cama, muerto, con el corazón perforado por una bala, pero no les dijo más. Ella como madre había sentido lo que su hijo padecía: al amor, pero no sabía de quién. Sólo lo intuía; lo presentía como madre. Se trataba de un amor imposible.
El órgano continúa en el mismo lugar en la iglesia de Santa Clara, y por más esfuerzos que se realizaron, nunca lograron que volviera a tocar. Nadie podía explicar, pero quedó inservible, como “si lo hubiese tocado el diablo”.
Excelente narración, las historias de nuestro Querétaro, nunca terminan de sorprenderme, gracias a mi muy estimado tío el Dr. Don Jaime Zuñiga Burgos
Compartimos tu opinión, Querétaro es un lugar plagado de historia y leyendas. El Dr. Zuñiga ha hecho un magnifico trabajo rescatando para todos este material. Ya le compartimos tu comentario. Gracias por acompañarnos.