
Mis queridas almas lectoras, acerquen la silla y arrimen la lumbre, que esta historia no se cuenta de prisa. Corría el siglo XVIII y la Plaza Mayor era el ombligo del mundo novohispano: allí se dictaban leyes, se murmuraban pecados y se exhibían castigos. Entre campanas, carruajes y miradas curiosas, ocurrió un suceso tan escandaloso que la piedra lo recuerda todavía.
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que hubo un día en que la vergüenza caminó vestida de seda y diamantes, y que el orgullo humano dio una voltereta frente al mismísimo Palacio del Virrey.
Don Mendo, el marqués hecho a golpe de sangre y sal
Vivía en la calle que hoy conocemos como la de la Machincuepa un hombre de fortuna desmedida: Don Mendo Quiroga y Suárez, Marqués del Valle Salado. Su riqueza no nació limpia ni bendecida. Fue marinero, corsario y mercader de sombras, y con sangre ajena levantó la piedra angular de su poder. Con sobornos bien untados y regalos al rey, compró título, tierras y respeto, y aunque su pasado olía a pólvora y sal, en México vivió como noble benefactor.
Viejo y enfermo, sin esposa ni hijos, trajo desde España a su sobrina huérfana para que gobernara su casa y lo cuidara en sus últimos días.
Belleza con corazón endurecido
Doña Paz de Quiroga era hermosa como estatua de altar y fría como mármol de tumba. Lucía joyas, imponía silencios y caminaba con la dignidad de quien se sabe intocable. En la corte virreinal todos la admiraban, muchos la temían y no pocos la detestaban.
Pero al anciano que le dio todo, lo trató con desdén. Delegó su cuidado en criados, evitaba su presencia y jamás le ofreció consuelo. Don Mendo, aunque callado, tomó nota.
El testamento y la condición infame
Cuando el marqués murió, el testamento prometía a Doña Paz una fortuna imposible de contar. Pero al final, como daga envuelta en terciopelo, apareció la condición:
Que vestida con su mejor traje de baile y sus joyas más finas, acudiera al mediodía a la Plaza Mayor; que caminara hasta su centro; que inclinara la cabeza al suelo y, ante todos, realizara una machincuepa, un salto mortal propio del pueblo llano.
Si no cumplía en seis meses, el dinero iría a los conventos de La Merced y San Francisco.
Seis meses de orgullo contra el reloj
Durante medio año, Doña Paz dudó. Sabía que un instante de humillación le compraría una vida de lujo eterno… pero también un apodo imborrable. Los frailes ya soñaban con altares nuevos y campanas doradas.
Y entonces llegó el último día.
La voltereta que bautizó una calle
Cuando el reloj del Palacio marcaba las doce, Doña Paz apareció. Pálida como difunta, descendió del carruaje, caminó hasta el centro de la plaza y, sobre una alfombra, inclinó la cabeza… y dio la vuelta completa.
Así ganó la herencia.
Y así perdió algo más valioso: el respeto eterno.
Desde entonces, la calle donde vivía recibió el nombre que aún conserva: La Calle de la Machincuepa.
Hijos míos, el dinero compra casas, títulos y silencios, pero no lava la memoria del pueblo. Hay caídas que no rompen huesos, pero quiebran el alma para siempre.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de Thomas A. Janvier
Legends of the City of Mexico, primera publicación en 1910.