
Mis queridas almas lectoras, en lo profundo de Guanajuato, donde los callejones se retuercen como serpientes de cantera y las campanas parecen llorar por sí mismas, hay un rincón donde la muerte no terminó de cumplir su faena. Donde una soga rota cambió un destino… y abrió una herida en la memoria del pueblo.
Yo, que camino estas calles desde antes de que la pólvora de Hidalgo terminara de disiparse, he visto más de una vez la sombra larga del ahorcado de Mexiamora. No hay quien pase por esa plazuela sin sentir que lo observan desde la línea tenue que separa este mundo del siguiente.
Y ahora, almas queridas, déjenme contarles cómo fue que aquel condenado volvió, no para vengarse, sino para sellar una historia que los vecinos siguen susurrando.
Guanajuato, 1810: Una ciudad bajo sentencia
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que después de los días sangrientos de la Alhóndiga de Granaditas, el ejército realista entró a Guanajuato con la furia contenida de un volcán. Félix María Calleja y Manuel Flon llegaron con órdenes duras y corazones envenenados.
Cuentan que el padre Belauzarán, a riesgo de su propia alma, les arrebató la muerte masiva de las manos. Pero aun así… los verdugos no soltarían del todo el apetito de castigo.
Se prepararon listas, horcas, escuadras armadas y un silencio que pesaba más que el plomo de los fusiles.
La noche de las ejecuciones en Mexiamora
En la plazuela de Mexiamora levantaron una horca solitaria. Una fogata iluminaba las sombras deformadas de veintitrés condenados. El viento frío parecía soplar desde el más allá. Luis Camacho, un hombre humilde que solo sabía hacer velas, fue obligado a convertirse en verdugo. Temblaba como hoja. La soga era un monstruo entre sus manos.
Uno a uno, los cuerpos caían, se tensaban… y se apagaban. Hasta que llegó el último.
Un muchacho de veintidós años, firme como un roble recién cortado. Un insurgente sin llanto. Un hijo que solo pidió que avisaran a su madre.
Gritó:
—¡Viva la Libertad!
La soga subió… y entonces rompió el destino.
Se reventó.
El cuerpo cayó como un costal muerto. Y los soldados, creyéndolo sin vida, dieron la orden de retirarse.
Pero la noche aún traía un último secreto.
El que regresó del otro mundo
El sacerdote que permanecía rezando los responsos escuchó una voz ronca detrás de él.
—Padre…
—¡Padre! No he muerto…
Era el muchacho.
Milagro, destino o protección materna, volvió del borde de la muerte con la garganta destruida.
Los franciscanos lo ocultaron. Lo cuidaron. Lo vieron renacer como sombra viva.
Años después, se recluyó en el templo de Cata, vistiendo una túnica áspera, cargando en su voz gangosa el recuerdo eterno del suplicio.
La aparición en el templo de Cata
Luis Camacho, atormentado por su culpa, fue una noche al templo a pedir perdón al Señor de Villaseca.
Allí, en la penumbra entre altar y sacristía, una figura se acercó.Alta. Delgada. Deslizante.
El rostro pálido del ahorcado.
—¿Se acuerda de mí?… Yo fui ahorcado por usted en Mexiamora…
Camacho no escuchó más. El grito le salió del alma como un animal acorralado. Corrió fuera del templo, corredor abajo, callejón arriba, desquiciado por haber visto un muerto venir a reclamarle aquello que él nunca quiso hacer.
Esa misma noche lo atraparon, delirando. Nunca más volvió a hablar en orden. Su mente quedó rota… como la soga que intentó matar a aquel joven.
En la plazuela de Mexiamora, por temporadas, se ve una sombra larga, flaca y callada. No siempre es hostil. No siempre es triste.
A veces solo se queda ahí, mirando hacia la horca que ya no existe.
Dicen que no murió cuando debía…
Dicen que su alma quedó a mitad del camino…
Dicen que regresa para recordar que la vida y la muerte, cuando se enojan, no siempre obedecen.
Ay, mis queridas almas lectoras… Uno aprende, con los huesos ya fríos, que no hay peor condena que la culpa que no se cura ni con rezos ni con tierra. El muchacho vivió sin voz; Camacho, sin juicio. Y ambos quedaron atados por una soga que ni la muerte pudo terminar de cortar.
Guanajuato guarda estas historias como quien guarda monedas de oro: bien escondidas, pero brillando cada que la luna llena raspa los tejados.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.