
Mis queridas almas lectoras, entre los cerros polvosos y las veredas que unen los pueblos de San Juan de los Lagos, se cuentan historias que los vivos prefieren callar. El viento del norte aún parece arrastrar voces antiguas, juramentos rotos y maldiciones que se niegan a morir.
Hay un cruce de caminos donde ni los bueyes quieren pasar, donde los caballos se encabritan y los rezos se hacen en voz baja. Dicen que allí, bajo la sombra de un mezquite viejo, una mujer llamada Esperanza hizo un pacto que cambió para siempre su destino y el de su hija.
La promesa entre las nopaleras
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que en los años de 1833, cuando la peste se llevó al joven Eusebio, su madre Esperanza Loera y su hija Francisca abandonaron el Chipinque y se establecieron en Santa Rita, con ayuda de los dueños de la Casa Grande. El alma de Esperanza, cansada y enferma, sólo hallaba desvelo pensando en su hija: una muchacha buena, pero de semblante sencillo, que difícilmente llamaba la atención de los hombres.
Una tarde, entre los polvos del camino, Esperanza imploró auxilio al cielo… pero fue el infierno quien escuchó. Dicen que, bajo un mezquite retorcido, invocó al mismísimo diablo para que Francisca no quedara sola cuando ella muriera. Y como respuesta, el aire se levantó en un remolino negro que le cegó los ojos y la llenó de miedo.
Desde entonces, Esperanza calló su pecado.
El caballero del caballo prieto
A los pocos días, bajo la parra del corredor, apareció un forastero elegante: Narciso Vargas, charro de traje galoneado, mirada profunda y voz dulce. Llegaba siempre a la misma hora, cada tres días, y Francisca comenzó a esperarlo con el corazón inquieto. Nadie sabía de dónde venía, pero todos notaban su caballo prieto mohíno, de pelaje oscuro y tres remolinos de mal agüero.
Hasta que una tarde se presentó ante Esperanza con palabras que la dejaron helada:
“Vengo a pedir la mano de su hija. En tres días volveré para llevármela y casarnos.”
La madre sintió el presentimiento del desastre, pero el hechizo del caballero ya había vencido el alma de Francisca.
La esposa del demonio
Partieron al amanecer en una carretela negra. En Lagos de Moreno, no hallaron sacerdote alguno, así que continuaron hasta el Monte de la Era. Allí, en medio de la noche, Francisca comprendió el horror: su esposo no era un hombre.
Decía que sus manos eran peludas y ardientes, que al tocarla el aire se volvía fuego. Si pedía pan, lo sacaba de un horno apagado; si quería carne, arrancaba pedazos de sus animales y, con sólo pasar la mano, los curaba.
“¡Madre, Narciso es el meritito diablo!”, gritó Francisca entre sollozos cuando pudo regresar a casa.
Y Esperanza, con los ojos llenos de culpa, comprendió que su petición había sido oída por quien no debía escucharla.
La trampa infernal
Decidida a enmendar su error, Esperanza esperó la visita del supuesto yerno. Preparó el fogón, una aguja, una manta y una pequeña botellita de cristal.
Cuando Narciso llegó, ella lo provocó con palabras punzantes:
“Dicen que el diablo es muy listo… pero yo digo que no existe. Y si existiera, sería el más tonto de todos.”
Enfurecido, el charro gritó:
“¡Yo soy el diablo!”
Entonces la vieja, con fría calma, lo desafió:
“Si de veras lo eres, siéntate en esas brasas encendidas.”
Y el demonio lo hizo. Pero Esperanza siguió tentando su orgullo:
“Ahora pasa por el ojo de esta aguja…”
El diablo se volvió una hebra de humo y lo hizo también.
“No me convences… —rió la vieja— si eres el diablo, métete en esta botellita y duerme un minuto.”
Cegado por la soberbia, el diablo se transformó en una serpentina de fuego y entró en la botella. Esperanza, veloz como el rayo, tapó el frasco y lo envolvió con una manta empapada en agua bendita.
El entierro del Diablo
Juntas, madre e hija corrieron hasta el cruce de Santa Rita y Santa Ana con el Camino Real a San Luis Potosí. Allí cavaron un hoyo profundo y enterraron la botella con el tapón hacia abajo.
El demonio, atrapado, lanzó maldiciones que hicieron temblar la tierra, y los rezos de las mujeres se mezclaron con su furia. Desde esa noche, nadie volvió a ver a Narciso… pero su caballo prieto escapó al galope, ardiendo los ojos como brasas.
Dicen que todavía, al caer la noche, se oye su relincho y el eco de una voz furiosa maldiciendo a su suegra desde las entrañas de la tierra.
El viejo que me lo contó —mientras el copal ardía en la lumbre— aseguraba que el diablo no teme a los hombres, sino a las mujeres testarudas.
Y que, desde entonces, el cruce de Santa Rita no volvió a dormir en paz, pues cada que sopla el viento del norte, suena entre los mezquites una risa vieja que dice:
“No sabe con quién se metió… su suegra.”
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de: Ezequiel Hernández Lugo
Leyendas y personajes populares de Jalisco, compilación de Helia García Pérez.