
Mis queridas almas lectoras dicen que hay noches en Campeche donde el aire huele a humedad vieja y las piedras guardan secretos que ningún siglo ha podido borrar. Entre sus calles empedradas, donde los faroles parecen suspirar en silencio, se levanta un puente que muchos evitan mirar de frente: el Puente de los Perros.
En sus extremos, dos figuras pétreas parecen vigilar desde la penumbra. Son mastines inmóviles, pero sus ojos vacíos —dicen— guardan la memoria de un deseo caprichoso, de una mujer poderosa y de un amor tan extraño que hasta el mármol decidió llorarlo.
Todo comenzó por allá de 1830…
Los vecinos comentan y algunos mayores afirman que cuando la ciudad de Campeche aún respiraba el aire solemne de los tiempos coloniales. Gobernaba el sitio un coronel de temple férreo, Don Francisco de Paula Toro, hombre de disciplina y mano firme, casado con Doña Mercedes López de Santa Ana, dama de alcurnia y genio delicado.
Cuentan que la señora amaba pasear entre los caminos polvorientos del barrio de Santa Ana, acompañada de sus dos imponentes mastines: Aníbal y Alejandro, criaturas tan majestuosas como su dueña.
Un día, el coronel ordenó levantar un puente sobre el canal de desagüe del barrio, obra a cargo del afamado alarife Don José de la Luz Solís, quien con esmero y talento dio forma a la estructura. El plan original era coronar los extremos con pebeteros que simbolizaran el fuego eterno de la ciencia, el arte, el pensamiento y el amor.
Pero las cosas, mis queridas almas lectoras, rara vez se quedan como fueron pensadas.
El capricho de Doña Mercedes
Cuentan que Doña Mercedes, al ver el puente casi terminado, sonrió con ese gesto que anuncia que algo cambiará el rumbo del destino. Mandó llamar al maestro de obra y, acariciando el lomo de sus perros, le dijo con voz melosa:
—¿No cree, Don Pepe, que Aníbal y Alejandro serían más dignos guardianes del puente que cuatro pebeteros sin alma?
El buen Solís, fiel al coronel, quiso negarse. Pero los ojos de la dama eran como cuchillas envueltas en terciopelo. Cedió.
Y así, en lugar de los pebeteros prometidos, cuatro mastines de piedra fueron esculpidos, idénticos a los de carne y hueso que acompañaban a la señora en sus paseos. Dos ladrando al cielo, dos mirando hacia la ciudad, en eterna vigilancia.
El rumor de los canes
Con el tiempo, la gente comenzó a notar algo extraño. Cuando el viento soplaba desde el mar y la luna se alzaba llena sobre el barrio de Santa Ana, los perros parecían moverse.
Los niños aseguraban que los habían visto temblar bajo la lluvia. Los carreteros decían escuchar sus ladridos apagados entre la bruma. Y hubo quien juró, entre dientes, que al pasar bajo el arco del puente sintió un aliento frío rozarle la nuca.
Los mastines de carne murieron viejos, pero en las madrugadas más calladas sus almas aún rondan el puente, atrapadas en sus réplicas de piedra.
Dicen que una noche, Doña Mercedes misma fue vista cruzando el puente, vestida de blanco y seguida por las sombras de sus perros. Desde entonces, el pueblo lo nombró El Puente de los Perros, y pocos se atreven a invocarlos en voz alta.
Decía mi abuelo —ese viejo que veía lo invisible— que los caprichos de los vivos pesan más que las promesas de los muertos. Y que cuando el amor se confunde con la vanidad, ni el mármol ni el alma hallan descanso.
“Por eso”, decía mientras escupía al suelo y miraba el horizonte, “en Campeche ladran los fantasmas y callan los hombres”.
A su mercé…
Si este relato fue de su agrado, humildemente pido nos ayude compartiéndolo a sus familiares y allegados durante una reunión en una negra noche. O por medio de un compartir en su red social. Si la leyenda atenta a su cultura, pues es distinta a la alojada en su memoria, pido a su mercé que sea indulgente, pues es así como el relato llegó a mis oídos y es mi forma particular de compartirla.
Recuerde que, por ser leyenda, puede o no tener una base real y contener una increíble dosis de libertad literaria, ya sea por la región donde fue relatada o por quien la narra.
Hasta la próxima, garbancer@s.
Basado en la obra de Guillermo González Galera
Libro “Leyendas Apócrifas”, 1977