De muy niños nos fue relatado por la abuela; que durante el Sitio a nuestra ciudad capital, con la presencia de las tropas en la periferia de la misma (por los rumbos del Pathé, San Pablo, Cerro de las Campanas y las faldas del Cimatario), no era raro ver soldados, e incluso oficiales de las fuerzas sitiadoras, que transitaban por nuestras calles, acudiendo en plan de exploración bélica o amorosa, o incluso algunos de ellos visitaban familiares o conocidos en la sitiada ciudad.
Se cuenta;
que en una de esas tardes queretanas, cuando el ocaso iniciaba y oscurecían las calles del centro de la ciudad, y los muy escasos habitantes que se habían aventurado a salir de sus casas, regresaban al protector cobijo de sus moradas –disponiéndose a encomendarse a Dios con piadosos rezos, o a las tertulias familiares, alumbradas por lámparas de petróleo, velas, o el propio fogón donde preparaban la cena—esa tarde caminaban dos oficiales por las cercanías del Convento de “clausura”, de Santa Clara, cuando vieron a una mujer que les llamó mucho su atención al pasar por donde se encontraban. Se cruzaron saludos, y entablando breve plática, les solicitó su ayuda sin explicar más cosa, “que tenía que cargar un bulto”, a lo cual accedió uno de ellos, retirándose el otro oficial alegando un compromiso. A unos cuantos pasos, se encontraba una puerta que conducía al interior del Convento, por la cual la mujer y el oficial entraron, recorrieron pasillos y patios, y en uno de los solitarios rincones, la mujer le indicó un “bulto”, el cual el oficial cargó con dificultad, y caminó conducido nuevamente por su desconocida acompañante.
Llegaron a la puerta
y caminaron aproximadamente una cuadra, refiriendo posteriormente el oficial, que, por el peso de su carga, no notó la ausencia de la mujer, pero que sentía su presencia muy cerca de él, y que al tratar de descansar, y no viendo ya persona alguna cerca de él, extrañado de la situación en que se encontraba, y con la curiosidad de ver el contenido de su carga, se decidió a revisarla, encontrando, con gran sorpresa, el cadáver de un hombre, que por su aspecto horrorizó al oficial, ya que tenía los ojos desorbitados, con una expresión de terror, y era notoria la palidez de su piel, a tal grado, que por momentos pensó; que se trataba de una figura de cera.
Ante el desconcierto
y con el temor de ser acusado de un crimen acudió a las autoridades, las que iniciaron una investigación que los condujo a visitar el Convento de las Madres Clarisas, teniendo ya el testimonio de uno de sus compañeros, el otro oficial que afirmaba lo veraz de los hechos. Frente a las encargadas del Convento, en compañía de la autoridad y dando las señas de la misteriosa mujer, no coincidía con ninguna de las que ahí se encontraban, pero dicha descripción le recuerda a la madre superiora, a una monja fallecida, cuya pintura, al ser mostrada, causó gran impresión a los dos oficiales. Era ella. La reconocieron como la que les pidió su ayuda.
Se trataba de quien como Directora del Convento se caracterizó siempre por su gran entrega y dedicación para servir a sus compañeras, a quienes les brindó su protección y un gran amor, y de quien se afirmaba; que hasta después de su muerte, y en un hecho inexplicable, protegió a sus discípulas como amorosa madre; de un intruso, que con desconocidos propósitos se había introducido al sagrado recinto de las Hermanas Clarisas.